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López en 1968, a la puerta de encender otra mecha |
Al inicio del año 1968 todo parecía en calma. Ese año seríamos la sede de los Juegos Olímpicos y mostraríamos al mundo que México podía organizar la competencia internacional con toda la pompa y circunstancia que requería tan importante justa. El país crecía a tasas de 7% anual, este avance sostenido había creado una imagen de progreso y paz social que el gobierno y sus voceros se encargaban de festinar; estábamos dejando el subdesarrollo nos repetían, secundados por un coro de adulación llamado “prensa nacional”.
El presidente era Gustavo Díaz Ordaz (Gedo le decíamos cuando nos referíamos a él), un poblano solemne, prepotente y sombrío que, desde su paso como secretario de Gobernación, había mostrado su talante represivo y autoritario. Había presos políticos (Valentín Campa y Demetrio Vallejo, entre muchos otros) y se controlaba con mano dura cualquier disidencia o brote de inconformidad. El Señor Presidente (una mezcla de tlatoani azteca y virrey) encarnaba a la patria, era intocable, infalible y omnipresente, además decidía el destino de todo y de todos para bien o para mal.
Yo era entonces un estudiante del séptimo semestre en la Escuela Nacional de Economía de la UNAM y aquel año cumpliría los 23. Dirigía el cine club de mi escuela desde 1965 y con una pléyade de magníficos colaboradores logramos crear un oasis para los cinéfilos. Habíamos establecido buenas relaciones con las embajadas de Cuba, Checoslovaquia, Polonia, Japón, India, el Instituto Francés para América Latina (IFAL) y algunas distribuidoras de cintas nacionales y extranjeras que nos permitieron exhibir muchas películas como Madre Juana de los ángeles, Rocco y sus hermanos o La sombra del caudillo, imposibles de ver en los cines comerciales o cuando sucedía eran mutiladas de sus escenas “indecentes y no aptas para las buenas costumbres”.
Desde el año anterior vivía en unión libre en un pequeño departamento de la colonia Cuauhtémoc que rentábamos por 600 pesos al mes. Ella estudiaba Arte Dramático en la Facultad de Filosofía y casi todas las mañanas nos trasladábamos a CU en un camión que costaba 30 centavos y en menos de media hora nos llevaba hasta allá. Me había dejado crecer el pelo, el bigote y las patillas, usaba pantalones de campana y suéter de cuello de tortuga. Creía que el deber de todo revolucionario era hacer la revolución y que crear dos o tres Vietnam era la consigna. Participaba además en la revista Hora Cero y en el grupo político-cultural Juan F. Noyola.
Para sobrevivir elaboraba botones de protesta con diversas leyendas o fotos que vendía en cinco pesos en el campus universitario y en la Zona Rosa. Habíamos logrado un buen catalogo de frases que eran celebradas por los adquirientes de tan singular forma de disenso. Los había sobre libertad sexual, consignas revolucionarias y dichos más o menos ingeniosos. Recuerdo algunos: “Haz el amor, no la guerra”, “No a la guerra, Sí a la guerrilla”, “Jesucristo tenía el pelo largo”, “Ir juntos es bendito”, “Venirse juntos es divino”, “Agarra tu patín”, “Prepárate para el próximo año, practica el 69”, “La virginidad produce cáncer VACúNATE”.
Después de vender algunos botones, íbamos a los cafés de moda como El Kineret, o el Konditori, el Carmel, el Toulouse Lautrec o el Perro Andaluz, donde se concentraban las opciones de la época y podías encontrar amigos, conocidos y por supuesto a los intelectuales mas connotados, como los hermanos Ibáñez, el pintor José Luis Cuevas, Juan José Gurrola, Monsiváis y algunos otros de la autodenominada “La Mafia”. Hamburgo y Génova era el lugar in de la ciudad, la pasarela de las chicas más lindas en minifalda y de los atuendos más estrafalarios de los hipitecas (versión mexicana de los hippies) que empezaban a pulular en esa parte de la ciudad.
A pesar del ambiente opresivo que se respiraba en la sociedad y en la familia, nosotros vivíamos nuestra utopía no sin ciertos riesgos: en 1964 recibí una buena dosis de macanazos por participar en una manifestación contra la guerra de Vietnam, cuando fue disuelta la marcha por centenas de “granaderos” y agentes “secretos”; en 1967 que fui remitido a los separos de la policía en Tlaxcoaque por pegar unos carteles (propaganda subversiva era el cargo) sobre la muerte del Che en Bolivia, y más de una vez hubo que correr ante la amenaza de grupos que recorrían las calles para rapar melenudos.
Nos gustaba el rock y la música de protesta, habíamos probado la mota en algunas oportunidades y gracias a un buen amigo que trabajaba como sobrecargo de aviación, recibíamos de EU discos con los últimos éxitos de los Beatles, Rollings, Kinks, The Band, Bob Dylan, Lou Reed, Peter, Paul y Mary, Joan Báez y también oíamos a Carlos Puebla, Atahualpa Yupanqui, Violeta Parra y otros músicos latinoamericanos, quizá por eso algún pasquín de época nos designó como “Los Bolchebeetles”.
Éramos ingenuamente irreverentes, desafiábamos todo lo establecido en actitudes, gustos y dichos, habíamos construido un lenguaje, un código de palabras para comunicar emociones y preferencias. Nel o simón, en lugar de sí o no; fresa y macizo, por convencional e iconoclasta; buena onda o buena vibra por simpatía y por supuesto mala onda o mala vibra por antipatía. Nuestras vestimentas, peinados y apariencia iban contra el orden establecido y ese desafío traía como consecuencia la condena familiar y social por el rumbo que estaba tomando nuestra generación.
La TV y la radio no habían adquirido el poder que ahora tienen y su programación era de lo más convencional y aburrida para nosotros. Las excepciones eran algunos programas de Radio UNAM, como el Cine y la crítica de Monsiváis y Rock en Radio UNAM; Vibraciones en Radio Capital y algunas rolas de Radio éxitos, 620 y 590 AM. De la telera nada, era verdaderamente infumable: telenovelas cursis, teleteatros solemnes y acartonados, programas cómicos y musicales; noticieros planos, sin asomo de crítica o disenso que buscaban uniformar todas las voces y que siempre eran un eco de los boletines oficiales y del quehacer gubernamental, llenos de loas al Señor Presidente y su infalible gabinete.
La prensa escrita era llamada eufemísticamente el cuarto poder y en efecto tenía una gran influencia en la formación de opinión, pero no escapaba al control gubernamental, a la censura y a la autocensura. Los principales diarios Excélsior, Novedades y El Heraldo para nosotros eran el Estiércol, Noverdades y el Taraldo, respectivamente. Completaban el cuadro El Universal, Ovaciones y La Prensa, éste último un diario amarillista que tenía una gran aceptación entre amplios sectores populares. El Día, a pesar de no escapar de la clasificación general, tenía una buena sección de información internacional y de vez en vez algún artículo interesante. Entre las revistas, semanales y quincenales, dos habían logrado prestigio: Política, dirigida por Marcué Pardiñas y Siempre!, de Pagés Llergo, particularmente su suplemento “México en la cultura”. En ambas estaban las mejores plumas del país y las informaciones más relevantes del momento, imposibles de encontrar en otros medios. Circulaba además un par de revistas: Los Agachados, antes Los Supermachos, de Rius, y La Garrapata (El azote de los bueyes) que en la mejor tradición de la caricatura mexicana eran un espacio de crítica y buen humor.
Unos meses más tarde antes del 2 de octubre, en las manifestaciones multitudinarias, miles de gargantas coreaban el grito de “prensa vendida”, como un reclamo a todos los años que mantuvieron una línea editorial conservadora y acomodaticia con el poder; de verdades a medias o mentiras completas, de prácticas corruptas, cochupos y del simbólico chayote.
Es un nostálgico irredento, uno de esos a los que debemos la democracia que hay en el país. Con esta entrega el autor inicia una columna rumbo al 2 de octubre de 1968.