A mi padre, en su silencio
Robinson Crusoe es uno de los personajes más célebres de la cultura occidental por sus influyentes aportaciones en el terreno literario, filosófico, antropológico y religioso. El libro se publicó por primera vez en 1719 y, a poco más de cuatro siglos del acontecimiento, el contenido de la novela no pierde actualidad ni deja de levantar interrogantes que le permiten sobrevivir al tiempo y conquistar a nuevos lectores, quienes queremos comprender cómo sobrevivió un hombre en una isla sin más compañía que una biblia y unos pocos utensilios de supervivencia rescatados al naufragio de su navío, lo que nos mueve a reflexionar sobre nuestra propia soledad y la forma de sobrellevarla, en un tiempo en el que el solitario refleja su rostro en la pantalla de un teléfono y no en un espejo de agua cristalina.
1. Robinson: la construcción del yo literario
Los grandes personajes literarios son materia prima para la elaboración de caracteres heroicos o mitológicos, acaso porque su densidad y peso específico los convierte en figuras que se adhieren a la memoria, como una sanguijuela a la piel húmeda de un nadador. Robinson Crusoe se ha personificado como un símbolo de la modernidad por ser un prototipo del éxito: hombre que se arroja a la aventura marina y se impone a los elementos con la pura ayuda de su ingenio.
En esa lógica de permanencia a toda costa, ese inglés con aspiraciones de comerciante vive veintiocho años en una isla, lejos del mundo, en una soledad casi perfecta y, no obstante, a pesar del aislamiento al que lo someten las circunstancias, su figura constituye la epítome del héroe moderno por su “industriosidad”, capacidad “inventiva” y habilidad para sobreponerse a cualquier reto (Ian Watt), pero, sobre todo, por la destreza que revela a cada momento para adaptarse a la realidad que, muchas veces, lo supera.
Antes de que el Estado industrial fijara todas sus reglas y el capitalismo se instaurara como ideología política dominante, Daniel Defoe lanzó un dardo envenenado a las conciencias de su tiempo: el hombre puede ser él mismo a pesar del aislamiento. No requiere de una familia, de una sociedad que lo observe, lo juzgue y lo determine, sino que basta su persona para existir. De ahí el lugar común: “el hombre puede ser una isla”.
Esa visión de la realidad rompe con la clásica del mundo antiguo –donde el hombre era concebido como parte de una colectividad y su acción cotidiana como expresión de la vida comunitaria– y prefigura una verdad moderna: la conciencia es el resultado de la individualidad y no de la conciencia colectiva. Por eso David Lodge afirma: “El silencio y la privacidad concurrentes en la experiencia de la lectura […] imitaba la privacidad y el silencio de la conciencia individual”.
La historia del náufrago en una isla es la metáfora que encontró Daniel Defoe para demostrar que el individuo es tan autosuficiente que puede escribir-se y leer-se calladamente, al margen de los demás, y, en esa historia, ser capaz de reconocerse a través de la confesión y la bitácora de viaje, con el propósito de elaborar una fantasía de la inmovilidad, en la que el aventurero renuncia al viaje y se conforma con ser un rey sin súbditos en una isla abandonada.
En esa lógica, Robinson Crusoe antepone el carácter del solitario al del ciudadano en medio del bullicio de la Inglaterra previctoriana y, con ello, refuta la realidad de la nueva sociedad industrializada de tendencias racionalistas, al negar cualquier afán civilizatorio o social y edificar sobre su opuesto: la individualidad.
En ese momento, Defoe abandona los moldes sociales para el diseño de su personaje y le apuesta a la visión hedonista en la que lo único relevante es el “yo”, el “sí mismo” en todas sus facetas, así el individuo se enfrenta a la realidad y a los elementos que lo condicionan –el agua, el aire, la tierra y el fuego, pero también la soledad, la añoranza, la nostalgia y el indeclinable silencio– sin más protección que su mente, su corazón y sus manos, alejado de todos los demás.
La peripecia de un náufrago que cuenta los pormenores de la supervivencia en una isla alcanza los derroteros de una manifestación artística al revelar el ser interno de Robinson: sobreviviente, náufrago, hombre piadoso y gobernador sin pueblo de una isla perdida en medio del mar.
En ese periplo, la actividad cotidiana para sobrevivir –la construcción de una choza, después una barricada, la elaboración del inventario de frutos, vegetales o poner en práctica un conteo minucioso de las cabras que formarán su rebaño y principal fuente de alimento– adquiere la apariencia de un “expediente poético” (Italo Calvino), que no sólo dará cuenta de los esfuerzos civilizatorios del héroe insular para enfrentar la intemperie, sobre todo de las estrategias que emprende el solitario para reflexionar sobre su persona y su circunstancia, de modo que pueda formar una comunidad imaginaria poblada de fantasmas, recuerdos y contadas esperanzas.
2. El surgimiento de la novela como género moderno
Los científicos sociales le han asignado al Robinson Crusoe una tilde de modernidad debido a sus dotes de constructor, de burgués emprendedor que pudo sobreponerse a los obstáculos de la vida. A pesar de esa circunstancia, la modernidad del personaje literario deviene de las novedades narrativas que delinea su autor en la obra: las vivencias del hombre común que cuenta su historia en primera persona –en su intensísimo yo– y en ese relato es capaz de descubrir la historia fantástica de un ser ordinario.
A partir de ese instante la figura divina no es la que traza el destino del héroe, es el propio héroe quien asume un destino como resultado de sus acciones: Robinson Crusoe se niega a seguir el negocio familiar y entonces se hace a la mar donde ocurre la catástrofe que lo confina a un cautiverio de veintiocho años en una isla perdida del horizonte del mundo, habilita su encuentro con la naturaleza, y lo enfrenta a Viernes (su antítesis) que le permite hacer una toma de conciencia de las amarguras que conlleva el silencio y falta de un interlocutor.
Si bien la literatura de viajes anterior al Robinson ya había propuesto diversos abordajes a la figura del náufrago, hay una variación crucial de sentido entre este personaje y sus antecesores. Robinson no es castigado por los dioses, acaso, su necedad es lo que le importa un daño, al negarse a continuar con los negocios de familia y aventurarse en un sueño de difícil realización, de modo que es la conducta del protagonista la que define su destino.
En la isla, son sus acciones las que determinan la historia y los momentos de alegría o infortunio. Entonces, la soledad, adquiere la naturaleza de tema literario y la isla la calidad de personaje, pues, en el contexto del naufragio, ese trozo flotante de tierra que habita el protagonista deja de ser un mero lugar geográfico o escenario donde se ambienta la acción y toma el significado de patria sentimental del hombre desarraigado, su hogar, su refugio, pero también su prisión, rodeado en cada uno de sus lados por cantidades ingentes de agua.
Este tratamiento de la soledad supone una inevitable tensión entre la idea de individuo que se tenía hasta ese momento y la de comunidad que plateaba el mundo clásico (Falcón), pues, en el contexto del hombre solitario ya no es trascendente la voz de la comunidad (más que como recuerdo, añoranza, o, como modelo para fijar la normativa de comportamiento en la isla y así asegurar la supervivencia) sólo la voz de quien reflexiona –el náufrago– es trascendente en ese contexto, para manifestar que el efecto de la soledad es añorar una compañía, no de una sociedad, sino de alguien con quien cruzar palabra o compartir un silencio confortable.
3. El salvaje frente al espejo
Desde la mirilla de la cámara de un celular el hombre vestido con t-shirt, jeans y tennis perfectamente blancos observa con curiosidad el atuendo de pieles y aspecto primitivo de otro ser humano, barbado, aparentemente salvaje, que camina sobre la arena de una playa, quien también lo observa, aunque con una diferencia: no utiliza ningún artefacto para mirar, utiliza sus ojos como herramienta de acercamiento y su vista se pierde en el horizonte, no en el pequeño orificio de un aparatito con pantalla de plasma.
Ambos están solos, cada uno desde su sitio de observación. Sin embargo, en la soledad de ambos se atraviesa una voluntad: en el caso del salvaje las circunstancias lo colocan en una situación de aislamiento, en el caso del hombre de jeans –no importa su nombre– su soledad es inconsciente y por eso más poderosa. Sale del metro: lleno de gente; entra a la oficina: llena de colegas y compañeros que pierden la mirada en otra pantalla: la de una computadora. Al final del día sale de la oficina, vuelve a entrar al metro, nuevamente se topa con una multitud de rostros desconocidos. Ahora, la mayoría perdidos frente a la pantalla de un celular, más o menos lujosos según su circunstancia, y finalmente llega a casa.
No hay nadie que lo espere, aunque, pensándolo bien, tal vez sí hay alguien –o algo que lo espera– una última pantalla: la del televisor, al que mira alternadamente cuando las imágenes de la serie que sigue día a día con poca atención lo distrae de la revisión del teléfono que tiene en la mano. Está solo, él se ha colocado ahí. Robinson, por el contrario, fue víctima de un naufragio. En ese contexto, la metáfora del extraño en la multitud no pierde vigencia a pesar de los años, sólo el escenario y la cara del solitario son novedosas.
Robinson está abandonado en una isla, pero el hombre de jeans no; está en medio de la muchedumbre y eso le hace experimentar una soledad aun más profunda que la que experimenta el náufrago. Hay otra diferencia entre el habitante de la isla y quien ve la televisión: Robinson sabe cómo sobrevivir, el televidente no; para aprenderlo tendría que entrar en un reality show en el que lo abandonaran a la intemperie a cambio de un cuantioso premio, sin el teléfono en mano –su única compañía– que le suple los gestos y la mirada.
El hombre del teléfono ha perdido la habilidad de comunicarse, no sabe hablar, escribir o entablar una conversación. El silencio del náufrago es el silencio del telefonista, pero el salvaje todavía tiene rostro y una expresión y la posibilidad de contar su historia en un diario en el que reporta su cautiverio como una suerte poética. Para hablar solo necesita un interlocutor. El hombre de jeans tiene un interlocutor, muchos, pero no sabe qué decirles, no le importa.
En el trajín de la modernidad ha olvidado la trascendencia de los mensajes. Robinson, en su soledad, siente miedo de haber olvidado cómo utilizar el instrumento del habla, teme haber olvidado las palabras. Sin embargo, un día inesperado llegará Viernes, será su compañero y podrá reestablecer la comunicación. El hombre moderno, de jeans y t-shirt no sabe si en algún momento podrá volver a experimentar los beneficios compañía, el teléfono que porta en la mano ha dejado de producir calor.
Lo demás es silencio y angustia por encontrar una palabra para recomenzar una conversación que se interrumpió sin que nadie comprendiera. Hasta ese momento, el acto de mirar se somete a una enorme pausa. El hombre con t-shirt y jeans cierra los ojos y deja de observar. El náufrago continúa caminando sobre sus pasos en la arena, con la vista fija en el horizonte.