En la madrugada del 27 de febrero de 2010 un terremoto de 8.8 me sacó del sueño y me tiró al suelo en un hotel de Santiago de Chile. Estaba en un séptimo piso y me costó trabajo llegar abajo. Ya en la calle, caminé con la incertidumbre de quien pisa vidrios y la certeza de quien tiene rumbo. De manera instintiva busqué a los mexicanos que se hospedaban ahí. Un impulso tribal nos reunió por nacionalidades. Estremecidos por el susto, recuperamos formas básicas de comportamiento. Los brasileños se abrazaban entre risas, ajenos a la desnudez con que habían llegado a la vía pública, los suizos intercambiaban pilas para sus linternas, los mexicanos hablábamos con ademanes (palmadas en la espalda, un apretón en la nuca, las manos en los hombros). Veníamos de una tierra donde el hacinamiento voluntario es un premio: de nada sirve tener un amigo del alma si no puedes picarle las costillas.
Nación de gestos, México depende de la cercanía táctil. En 2020 yo vivía en San Francisco; con la pandemia, mi trato con los demás no cambió en lo esencial; la “sana distancia” ya era parte de la costumbre. Cuando regresé a mi país, donde nada supera al milagro de estar juntos, la proximidad había adquirido condición simbólica.
Recordé entonces una escena del colegio. Los lunes de jura de bandera nos formábamos por estaturas y extendíamos el brazo para “tomar distancia” del cuerpo que se encontraba enfrente. Con la llegada del virus, esa distancia se había alargado, rebasando la extensión del brazo para alcanzar un aconsejable metro y medio.
La escolaridad es un incesante sistema de clasificación. En algunos colegios los alumnos se ordenan por número; en otros, ocupan los pupitres de acuerdo con sus calificaciones o según el alfabeto. Sensible a los colores, el novelista Sergio Fernández distribuía a sus escuchas como quien compone una acuarela, colocando a los de suéter verde junto a las chamarras azules.
De manera supersticiosa, en la secundaria asocié el alfabeto con la estatura. Por primera vez nos llamaban por apellido y el mío estaba casi al final. Pensé que al dar “el estirón” también quedaría en los últimos lugares. Como el destino es raro, esta injustificable suposición se volvió verdadera.
En el ensayo “La distancia, el futuro, la muerte”, publicado en la revista Nueva Sociedad, el escritor argentino Martín Kohan hace la misma asociación al recordar su escuela (“el orden de estatura era a los cuerpos lo que el orden alfabético era a los nombres”), y en forma sugerente compara la experiencia de alinearse con el distanciamiento de la pandemia: “En aquellas formaciones reguladas en patios de cielo abierto o en claustros de negación del afuera, incluso para tomar distancia, había que tocarse. No era sino con un contacto (el de la mano apoyada en el hombro de quien nos antecedía) como se alcanzaba a producir una distancia”. La última frase resulta decisiva: la distancia no pertenecía al orden natural; se producía.
La pandemia nos llevó a una forma continua de estar aparte. No se trataba de un momento de excepción -lunes de jura de bandera- sino de la “nueva normalidad”. El control de los ciudadanos dependía de separarlos. La aceptación de la medida por razones sanitarias coexistía con el recelo ante una disposición que nos escindía de los demás.
¿Cómo soportar esto en México, donde el patriotismo es una forma de la fiesta? Quien va al Zócalo el 15 de septiembre a “dar el grito” sabe que pertenece a la multitud cuando siente en la espalda un palito del elote.
La “distancia social” afectó con especial intensidad a una nación gregaria; a tal grado que no sólo influyó en nuestra concepción del espacio sino del tiempo.
Kohan entiende que el caso argentino no es muy distinto y se pregunta cómo será vista esta época en el futuro: “Circula con pretensión de afianzarse, una versión por demás asertiva sobre el año entero encerrados. Existe incluso una versión extra large: la que agrega que ‘nos tuvieron un año y medio encerrados’ […] ¿Llegará a establecerse y quedar una falsa memoria de esa índole?”.
Incapaces de soportar la distancia física, quizá lleguemos a realzar el aislamiento en el recuerdo y hablemos del heroísmo que significó estar tanto tiempo solos (sin salir del edificio, el departamento, el cuarto, la cama) con la misma convicción con que hoy hablamos de gestas patrias que nunca ocurrieron de ese modo.
Este artículo fue publicado en Reforma el 25 de marzo de 2022. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.