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viernes 13 diciembre 2024

“Las pesadillas de Ignacio Ovalle”

por Marco Levario Turcott

El anciano yace inmóvil en la cama cubierta con sábanas de seda y un edredón blanco de plumas de ganso. Su rostro parece un pergamino de navegación antiguo. No está durmiendo tranquilo, sus cejas, delgadas y canosas, contrastan con el cabello casquete corto pintado de negro. Sus ojos sin los lentes de oro que acostumbra se fruncen como si estuviera luchando con un demonio. Tiene tensa la boca, como si estuviera conteniendo un grito. Parece revolverse en un sueño tumultuoso. El poder había sido su refugio, su escudo y su espada. Siempre había vivido al amparo de la influencia y la autoridad, desde que fue Jefe de la Oficina de Vendedores Ambulantes, en la Secretaría de Gobernación, a las órdenes de Luis Echeverría Álvarez. Esta noche, su respiración, lenta y entrecortada, reflejaba una lucha interna, como si estuviera peleando con su pasado. Su cuerpo se movía casi de manera imperceptible, su mano derecha se cerraba en un puño y sacudía ligeramente la cabeza como negando la verdad que no quisiera aceptar. Bien podría ser ésta una representación del poder y la debilidad, el cobijo y el desamparo, la angustia y la tranquilidad, la ostentosidad y el desaeo, la corrupción y la amistad. El sueño había despojado al anciano de su escondite.

Esas noches eran cada vez más recurrentes en la vida de Ignacio Ovalle, razón por la cual cada mañana despertaba con la sensación de que algo no iba bien. No se trataba de sentimientos de culpa, durante su vida hizo tantas cosas que ni siquiera las tiene registradas en los sueños. Tampoco era alguna fragilidad emocional súbita explicada por sus 79 años y la artritis que le invade. Era la sensación de que su mente se estaba deshilachando como una telaraña abandonada.

Sus sueños son vívidos. Siente otra vez la guayabera mojada durante la campaña del PRI en la que fue secretario particular de Echeverría. Luego su labor en el Instituto Nacional Indigenista después de ser nombrado por el presidente José López Portillo. En esas lides partidistas, por cierto, conoció a Andrés Manuel López Obrador, otro ferviente pelotillero del Revolucionario Institucional. Luego revive su estancia en Argentina, donde arribó como embajador, gracias a Miguel De la Madrid, el mandatario que cortó con el populismo. Fue director de CONASUPO en los años siguientes y eso le retuerce el ánimo. Primero porque lo nombró Carlos Salinas de Gortari, el jefe del neoliberalismo en el país y, segundo, porque no tuvo cabida su desplante populista de subsidiar la tortilla. Las escenas era demasiado reales. Veía números, cuentas bancarias, transferencias y siempre el mismo rostro: el suyo. La cara de un ladrón.

Cuando Ignacio despertaba, todo parecía normal. Emprendía las actividades de siempre y disfrutaba del confort de tantos años al servicio de las élites. Ojeaba los diarios y, mientras veía la extorsión del gobierno contra Ricardo Salinas, disfrutaba al saber que él, Ignacio Ovalle, tenía el apoyo de su amigo tabasqueño. Es decir que el más grande saqueo que ha tenido el erario en la historia reciente quedaría impune. Aunque Nacho Ovalle es el principal responsable de esto porque estuvo al frente de Segalmex tiene claro que López Obrador siempre protege a la familia, sus hijos y amigos, negándolo todo y acusando a sus adversarios de mentir

Una noche, Nacho se sumergió en un océano de billetes, cada uno tenía el rostro del presidente. Eran 17 mil millones de pesos que lo aplastaban. De pronto, cada papel se transformaba en una mano que lo tiraba hacia las profundidades. Intentó nadar pero los billetes se pegaban a sus brazos y sus piernas hasta inmovilizarlo. Intentó gritar pero su voz se ahogaba por el sonido de varias máquinas que, de pronto, aparecieron contando dinero. Un zumbido ensordecedor le taladraba los ojos. El agua se volvió espesa formando un pantano y Nacho se sumergió en la oscuridad. Al amanecer no supo identificar si había despertado o el sueño lo había consumido.

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