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martes 08 octubre 2024

Monsiváis y el Metro

por Pablo Majluf

He estado revisitando a Monsiváis preguntándome qué diría ahora sobre el oprobio obradorista después de haber alentado al incipiente movimiento. Quiero pensar que lanzaría una implacable condena como cualquier hombre inteligente (¿quedan obradoristas inteligentes?). Al menos estoy seguro de que no dejaría sin diatriba la depauperación sanguijuelesca de su amado Metro.

A mi juicio el mejor Monsiváis es el cronista, el antropólogo, el humanista, el reivindicador de las expresiones culturales espontáneas. Y si en algún lugar reverenció esa espontaneidad, ese microcosmos –o debo decir, para citarlo a él, macrocosmos– de perpetuo dinamismo, de vida constante, de mezcolanza sin censura ni restricciones, fue en el Metro.

Para Monsiváis el Metro no era del Pueblo ni un servicio concesionado a los de abajo como imagina el Red Set desde su habitual condescendencia. El Metro era un pueblo por sí mismo: una ciudad, un organismo vivo imposible de acotar al trayecto, ya no digamos al vagón. Un ecosistema donde se revuelven todas las especies y clases sociales: desde luego no sólo ricos y pobres, sino emos, vampiros, boleros, abuelitas y narcomenudistas.

Para Monsiváis, en el Metro se diluían las clases, se disipaban las jerarquías: todas las hormigas acudían a su incierto destino pagando el mismo precio. Y buena suerte a quien osara fiscalizar al otro o aun a la multitud entera con las buenas costumbres.

“Les hago la pregunta”, escribió en su magnífica crónica Sobre el Metro las coronas: “¿En dónde se ensaya a diario la tolerancia? Ni lo digan, claro que en el Metro, y basta ver cómo la gente (ese colectivo lejano al que de hecho siempre pertenecemos) finge indiferencia ante lo que habría causado en sus padres repugnancia, morbo y expresión contrariada”.

Sigue: “El conglomerado entra y sale de los vagones, se vuelve una sola entidad compacta, y se fragmenta en seres tan distintos unos de otros que apenas los hermana el regazo del amontonamiento. Y al mezclarse lo homogéneo y lo supremamente heterogéneo, el Metro resulta la universidad de lo excepcional que es también la suma de los iguales”.

En su oda al Metro hay siempre una apreciación por el caos, por el desbarajuste folclórico imposible en un metro suizo o canadiense. Tal vez por eso creo que habría tolerado algún percance técnico antineoliberal, que no la repetida muerte inducida por corrupción y extracción de rentas. De lo que no tengo duda alguna es que lo habría hecho sulfurar que la Regenta se atreviera a llenarlo de militares. Lo imagino rabiando en su diván, vislumbrando los cateos, el control de la información, las órdenes de revisión, la criminalización, la brusquedad gorilesca. Sería a sus ojos la mano artificial del orden, el reordenamiento de las jerarquías, la destrucción de la igualdad, la supresión de la espontaneidad, la perversión del ecosistema. El mejor signo de un régimen autoritario.

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