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viernes 20 septiembre 2024

Nostagia por el “apagón”

por María Cristina Rosas

No sé cómo lo vean ustedes, pero el apagón analógico me ha generado una gran nostalgia. Recuerdo, cuando niña, una enorme televisión de bulbos en la sala de casa. Me sentaba frente a ese enorme armatoste (luego de hacer mis tareas escolares y de haber comido como se estilaba en aquellos tiempos, en familia, con Chabelo, claro está) y veía caricaturas como Tom & Jerry, El Correcaminos –con ese tonto Coyote que era ingenioso para usar productos marca “Acme” sin poder atrapar a la odiosa ave del “Bip, Bip”-, Los Picapiedra, La Pantera Rosa –¿se acuerdan del Inspector?-, etcétera. También recuerdo una larga, larguísima telenovela, “El amor tiene cara de mujer”, la cual vi por meses, tal vez años, y nunca acababa. Me estremecí al ver a Enrique Álvarez Felix transformarse en una pintura que delataba su verdadera edad en “El retrato de Dorian Gray”. También recuerdo a Chespirito, a Raúl Velasco con sus “México, magia y encuentro” y “Siempre en domingo”, a los festivales de la OTI, a Ricardo Rocha con su “para gente grande”… tantos programas, que sería difícil enumerar, pero que a mi generación y estoy segura, a otras más, nos marcó.


Hoy por la mañana, al salir de la casa, me percaté de que en el depósito de basura había tres televisiones “viejitas”, desvencijadas. La gente optó por deshacerse de ellas porque con el “apagón analógico” ya no podrían ver sus programas favoritos. No sé cuántas televisiones digitales, inteligentes o “smart” hayan sido vendidas en los últimos meses a los ávidos consumidores, deseosos de poder seguir viendo la “caja idiota”, pero seguramente han sido muchas. Tampoco sé cuántas pantallas ha repartido la SEDESOL, ni cuántos decodificadores han sido adquiridos por las personas que se resistieron a tirar a la basura de telesota grandota y pesada. Lo cierto es que, a mi manera de ver, el “apagón analógico” marca el fin de una era y el inicio de otra.


Veo en las tiendas de autoservicio y de productos electrónicos una oferta muy tentadora de grandes pantallas. Por los altavoces de Walmart, se invita a los clientes a adquirirlas. Hay muchas marcas, pero las diferencias entre unas y otras son mínimas. Todas son planas, negras, rectangulares y las hay de todos tamaños, desde las pequeñas hasta las que semejan una pantalla de cine. Todas ellas son operadas por control remoto y en la pantalla en sí, es muy difícil identificar los botones de encendido y apagado.


Yo me sumé a la vorágine consumidora y compré una televisión “smart”, mucho más inteligente que yo. A mi pareja y a mí nos tomó toda una tarde encontrar los botones de encendido, y luego pasamos muchas horas manipulando el control remoto porque no podíamos encontrar la manera de conectar el aparato a un DVD y ver los videos de la nueva producción de Juan Gabriel “Los Duo2”. Finalmente, cuando logramos resolver el tema de la imagen, los videos estaban ahí: Juan Gabriel con Natalia Jiménez, con el Julión, con la pesada de Paty Cantú, pero… ¡no escuchábamos nada! Nos tomó otras cuatro horas encontrar la manera de poder “desbloquear” la aplicación que mantenía a la tele en silencio. Pero bueno, lo logramos.


Cuando niña, yo me ponía de pie para cambiar el canal de televisión y pasar, por ejemplo, del “2” al “5”. Me gustaba mucho ver al Tío Gamboín, pero cuando quería ver otra cosa, nuevamente me ponía de pie y presionaba la perilla para cambiar de canal.


Las televisiones de hoy son indescifrables. No se sabe cómo prenderlas o apagarlas, excepto por una lucecita rojita o azulita, generalmente en la parte de abajo, muy tenue, que al menos avisa que hay conexión a la corriente eléctrica. Lo que sí es que ya no es necesario ponerse de pie para encenderla o cambiar de canal. Desde la fodonguez del sillón o la cama. basta con presionar los botones del control remoto y ya. Claro, puede llegar un punto de desesperación en que se tira la toalla y el control remoto termina estrellado en la pared. Pero en esos casos, hay que llamar al técnico para que no sólo ayude a reparar el control remoto, sino especialmente a manipular la tele (algo que, si no es un técnico actualizado, no podrá hacerlo). Por todo ello siento nostalgia. Me siento tonta ante las televisiones “inteligentes.”


Pero la cosa no para ahí. Mi nostalgia se ha extendido a otros ámbitos. Siento nostalgia por muchas cosas. Por ejemplo, recuerdo que hasta no hace mucho, todas las personas tenían un nombre diferenciado, por ejemplo “Martín”, “Juan”, Clara”, “Gabriela”, “Cristina”, “Marcos”, “José”, “Daniel” u otros. Ahora todos se llaman “Wey”. Seguramente los grandes estudiosos de la globalización estarán aterrorizados al constatar que aquel miedo a la estandarización que la mundialización preconizaba, hoy es una realidad. “Wey, ¡pásame la herramienta!”, “Wey, ¿cómo te fue en el examen que aplicó ese Wey?”, “Wey, ¿dónde es la fiesta?”, “Wey, ¿vamos al antro?”, “¡No mames Wey!”. “¿Cómo andas Wey?” Añoro los tiempos en que cada persona tenía un nombre distinto a “Wey.”


Siento también nostalgia por los tiempos en que nuestros padres se las arreglaban, pese a sus obligaciones laborales, para estar con nosotros, regañarnos, darnos un par de nalgadas o cinturonazos. “La educación se mama”, me decía mi mamá desde pequeña, algo que ahora resulta tan carente en tiempos en que hay decenas, centenas o tal vez miles y millones de personas de probeta.


Extraño la época de oro del cine mexicano. Sí, ya sé: varios expertos en el tema me han explicado que mucho influyó la segunda guerra mundial para posicionar al cine mexicano al frente del séptimo arte a nivel mundial, porque las grandes potencias como Estados Unidos o Europa no podían abocarse a esas tareas (tenían otras prioridades más relevantes). Sin embargo, me gustaban las producciones nacionales. Cómo recuerdo el orgullo con el que mi mamá me decía que “María Candelaria” había recibido toda clase de honores en el festival de Cannes, en Francia. Cuando vi la película, me resultó impactante.


Hoy veo producciones como “Gravedad” de Alfonso Cuarón” o “Birdman” de Alejandro González Iñárritu, que me llenan de orgullo, porque ambos son cineastas mexicanos, paisanos pues, pero me dejan un poco insatisfecha, porque en mi mundo ideal pienso que habría sido maravilloso que ambas producciones hubiesen sido rodadas en México, en español y con recursos mexicanos. Claro, el “hubiera no existe” y es mejor no seguir en esa línea.


También extraño sentarnos en la mesa, como familia, a comer, no alimentos procesados, sino comida de verdad. Alguien me decía, con tristeza, que estamos perdiendo nuestras tradiciones culinarias por culpa de las sopas “Maruchan”, las hamburguesas de “MacDonald’s”, las pizzas “Domino’s Pizza” y el café de “Starbucks.” Nos volvimos flojos, gordos, solitarios y enfermizos. En la actualidad hay tantas enfermedades “raras” que padecen las nuevas generaciones, que seguramente la ciencia médica lo pasa muy mal tratando de entender por qué. Cuando yo era pequeña, la enfermedad más grave era una diarrea, o la rubeola, o la varicela. “Tienes paperas hija”, me decía mi mamá, y con la ayuda del médico y con remedios caseros, me sacó adelante. Hoy no pasa un día sin que escuche sobre la incidencia y la prevalencia de enfermedades como el cáncer, la diabetes, hipertensión. Ya no hay quién recurra a los remedios caseros. Con todo, antes la gente moría joven y enferma. Pero hoy muere vieja y muy enferma. Vivimos más, pero sin calidad de vida. ¿Qué es mejor o peor, me pregunto yo?


De niña podía sentarme a escuchar las pláticas de los más viejos, los de mayor experiencia, y sus relatos eran fascinantes. Hoy los “viejos” ya no recuerdan nada, posiblemente como resultado del abandono, porque a nadie le interesa escucharlos en sociedades que dejaron de ser gregarias.


También siento nostalgia por aquellos tiempos en que los problemas más graves de seguridad que teníamos eran con motivo de los “raterillos” de la esquina. Sí, había asaltos y delincuencia, pero no tan organizados como en el momento actual. Así como las sociedades se han vuelto poco gregarias y los individuos se aíslan, la delincuencia se ha tornado muy gregaria, aprovechando las nuevas tecnologías de la información, y además está más organizada que las propias sociedades y que los cuerpos de seguridad que, se supone, deberían enfrentarla.


Hoy nos dicen las autoridades de la Secretaría de Salud, que los niños son gordos y que padecen enfermedades de adultos. Los padres mantienen a sus hijos encerrados, por temor a que si salen, sean víctimas de algún delincuente. Es claro que la inseguridad abona a la desconfianza y a la tendencia a que las personas se aíslen. Sin embargo, ese aislamiento le hace un gran favor a la delincuencia organizada: entre más se individualiza una sociedad, más vulnerable se torna. Como ejemplo, ahí está la pedofilia.


Por supuesto que se agradecen todas las innovaciones tecnológicas que, se supone, hacen nuestra vida más llevadera. Hacer un guacamole en estos momentos, es “Mexican curious”, frente a las procesadoras “Black & Decker” que todo lo pueden moler en cuestión de segundos. Les cuento que en mis clases de gastronomía mexicana, el Chef Yuri de Cortari nos encargó comprar un molcajete y un metate, y fue un verdadero infierno conseguirlos, hasta que fui a San Salvador el Seco, en Puebla, y me topé con esas maravillas de piedra que dotan a los alimentos de un sabor inigualable, no importa qué tanta tecnología tengamos a nuestra disposición en estos momentos.


No reniego del presente. Seguramente me estoy haciendo vieja, o bien, percibo las cosas de otra manera. Soy producto de mis tiempos, los que me permiten hacer esta reflexión. Sin embargo, nada de eso me impide sentir nostalgia por lo que fue y que, posiblemente, ya no será.


 


 

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