Registro dos revoluciones tecnológicas en los últimos 100 años. La primera la vivió Carlota, la emperatriz que terminó como cabra en el castillo de Miramar. Ella nació en 1840 y murió en 1927. En ese período pasaron muchas cosas que la hubieran dejado azorada si la razón le hubiera asistido. Se inventó la radio, el teléfono, el telégrafo y los aviones. Al momento de su muerte se trabajaba la telefotografía y Lindbergh estaba a punto de cruzar el océano Atlántico en el Espíritu de San Luis.
Mi sensación es más o menos la misma; si me propongo hablar de los eventos culminantes del siglo XX creo que debo obviar cosas como “inicia la Segunda Guerra Mundial”, “se derrumba el muro de Berlín” o “los hermanos Wright volaron 15 metros” que son cosas que no me interesan ni a mí. Me parece mejor tratar de explicar la experiencia del cambio de forma personal (no hay una forma más razonable) en lugar de convertirme en el sociólogo de pacotilla que no soy.
Yo nací en 1959, el año de la Revolución Cubana y mi infancia transcurrió en medio de una placidez pazguata. Ya he contado en estas páginas que en mi casa había una televisión de bulbos que tardaba una era geológica en prender y tenía la propiedad de electrocutar a todo aquel que sintonizara el Canal 2. También había un radio, que mi padre encendía como a las cuatro de la mañana y al que había que darle un madrazo cuando se pasmaba. El teléfono pesaba 6 kilos y tenía un cable de tela que se iba royendo con el paso del tiempo. La primera adquisición tecnológica en diez años fue una madre que se conectaba a la televisión y entonces uno movía un par de perillas para jugar “ping-pong”. Desconozco si se ha inventado algo más imbécil (mentira, no lo ignoro: “la roca mascota” era todavía más pendeja) pero ese fue mi primer contacto con lo que hoy es simplemente una revolución.
El cambio fue brutal; un día hablé por un teléfono que no tenía cable y me quedé con la misma cara de un indio ashaninka cuando le explican que la gente llegó a la Luna. En otra ocasión, mi hermana llegó con una caja de zapatos enorme en la que venía una especie de tostadora gigante que se llamaba videocasetera y permitía ver películas a placer y grabar programas. No mamar, mi pasmo fue infinito. La avalancha continuó y a casa llegó una computadora con letras verdes a la que le cabían 100 cuartillas antes de agotar la memoria. Hoy, por supuesto, ya nada es sorprendente y todo se ha desbocado. La gente porta equipos de cómputo capaces de lanzar misiles o enviar un cohete a Marte. Los teléfonos celulares se han convertido en prodigios donde uno puede ver el canal de las estrellas o películas pornográficas, si se es aficionado a la posición de decúbito prono. Los discos de acetato sirven ahora para nivelar libreros o como ítems en películas retro y las redes sociales se han constituido en un fenómeno que me cuesta trabajo entender (ver mi artículo “Las pinches redes sociales” en esta misma revista). El Twitter se ha vuelto una amenaza para mí (he cedido ya y tengo un blog y una página de Facebook, lo que demuestra que soy un hocicón), ahora la presión es para que twittee y ocurre que estoy in albis, ya que no me da la gana levantarme de la cama y escribir cosas como “me salió un hongo en la uña del pie” o “desayuné chilaquiles que estaban picosos”. Sin embargo, gente que considero lúcida y respeto muchísimo ya lo hace, lo que demuestra mi destino inexorable al no entender las cosas de la vida.
En fin, desde el momento que nací, hace exactamente 50 años, el mundo y las comunicaciones se han desplazado a ritmo de tobogán. Los azoros han dejado de serlo y mis hijos, la niña María y el niño Frijol, simplemente navegan como peces en el agua en un océano que tiende a devorarme día con día. Señaladamente si mantengo mi obstinación y no twitteo hasta el fin de mis días.