Conforme el ser humano ha desarrollado diversas formas comunicativas para interpretar el mundo, la vida se ha vuelto cada vez más simbólica. El lenguaje humano posibilita que el individuo dé nombre a las cosas, otorgue atributos al mundo real y al mundo ideal. Pero tales nombres, atributos o conceptos se practican a distancia de la dimensión objetual. Esta circunstancia es amplificada por las nuevas tecnologías de la comunicación. La realidad que se presenta ante nosotros en las pantallas de los teléfonos o en televisores inteligentes está despojada de todo núcleo, de toda materialidad. Con las nuevas tecnologías podemos estar aquí y en un instante allá. Las personas somos capaces de adoptar identidades que no coinciden necesariamente con nuestras identidades de su vida física. En estas dimensiones, los objetos como las marcas, los productos o las figuras públicas pueden adquirir un valor que se encuentre por encima del valor real de las cosas. Si bien la desmaterialización no es un fenómeno nuevo, en la era de Internet se ha vuelto preponderante.
En el siglo XIX, uno de los primeros pensadores que analizaron los efectos del cambio tecnológico en las sociedades capitalistas fue Karl Marx. En su obra La miseria de la filosofía (1847), el pensador concibe la evolución material de los instrumentos que usa el hombre como un movimiento continuo que permite la automatización de las operaciones dentro de un proceso, acentúa la división del trabajo, simplifica la tarea del obrero en el interior del taller, aumenta la concentración del capital y desarticula al hombre. Para Marx, conforme se mejoran las tecnologías, estas sufren una especie de metamorfosis y detonan profundas transformaciones en la producción material. En otras palabras: los artefactos tienden a transformar el mundo natural. Las tecnologías de la Revolución que analizó Marx modificaron las cosas. La industrialización se “apropió” de la naturaleza para transformarla en formas con cierta identidad cultural. La revolución industrial generó cambios profundos en la estructura material de la sociedad. Hoy en día la metamorfosis que experimentan los seres humanos producto de la penetración de las tecnologías de la información y la comunicación no es la creación de nuevos materiales o de nuevas cosas a partir de materiales existentes, sino el surgimiento de una realidad despojada de su contenido material.
Algunos campos del pensamiento consideran que la tecnología permite a las sociedades disminuir la complejidad de la vida real. Esto significa que nuestro mundo sería más complejo si no existiera el horno de microondas, el automóvil o la ropa. Es por esto que los instrumentos son capaces de mejorar la economía de un país y de ser una palanca de innovación para la generación de otros artefactos (Schumpeter, 1957). También la tecnología permite a los humanos desplegar un poder que en el mundo natural no se tiene (Hughes, 1983, 1993), como es el hecho de que una máquina sustituya las funciones que antes realizaban humanos en una fábrica (Richta, 1972) o que un instrumento como el arco y la flecha hayan mejorado la forma de cazar animales. Durante el siglo XX, la fuerza de la máquina del industrialismo perdió terreno ante nuevas invenciones, como los motores eléctricos y la informática. La electricidad, la miniaturización de los instrumentos y la era de las computadoras fueron el inicio de una nueva transformación: la desmaterialización de la vida. Después de la Segunda Guerra Mundial aparecieron una gran cantidad de enfoques que intentaron explicar las implicaciones sociales de dicho desarrollo tecnológico. Entre las teorías destaca la de Touraine (1969), quien introduce el término “sociedad postindustrial” para argumentar la necesidad de modificar los modos de producción tradicionales debido a que ya no son suficientes para mantener el sistema de acumulación de capital. Touraine predijo el surgimiento de una estructura tecnócrata de especialistas y la integración de la información a las fuerzas del desarrollo. Este cambio implicó para el industrialismo transitar de la apropiación y modificación del mundo natural a una nueva dimensión donde la información sustituyó lo corporal. Un ejemplo de este tránsito es la expansión de servicios como bienes de consumo.
Siguiendo el enfoque postindustrial, Bell teorizó la transformación de la era industrial a la era de la información: “la sociedad postindustrial es una sociedad de información, igual que la sociedad industrial es una sociedad productora de bienes” (Bell, 1991, p. 90). Para este autor, en las sociedades occidentales capitalistas la ciencia y la tecnología están relacionadas con la producción, la riqueza y el poder. Años más tarde, otro pensador, Toffler (1980), propuso una visión futurista para superar la era industrial y las ideologías tradicionales. Según el autor, se vive una Tercera revolución o “tercera ola” caracterizada por un mercado descentralizado, la producción individualizada, las modificaciones en las formas tradicionales de las familias, la amplificación de la mente humana y la diversidad de los medios de difusión. Para la década de los ochenta, Masuda (1984) aseguró que la era postindustrial sería superada por la revolución de la informática y se convertiría en la sociedad de la información. ¿Pero qué es la información si no una narrativa abstracta de la vida real o del mundo de las ideas que requiere de la interpretación de nuestras mentes? Desde las ciencias sociales otras tesis otorgan variados nombres a la sociedad contemporánea: sociedad opulenta, sociedad del consumo, nación cableada, aldea global, etcétera. Todas estas perspectivas apuntan a un nuevo motor del cambio social que hoy vivimos: las tecnologías de la información y la comunicación.
En décadas recientes, surgieron teorías que intentaron explicar los efectos de la nueva revolución tecnológica sobre distintas esferas humanas. Entre los postulados más conocidos destacan los de la “sociedad de la información”, la “economía del conocimiento” y la “sociedad red”. En dichas teorías, Internet y sus innovaciones expanden el fenómeno de la globalización: lo local puede ser visto desde un ángulo planetario. Ya no existen fronteras para la información. También analizan a las instituciones generadas por el Estado-Nación que dieron forma a las sociedades de los últimos siglos. Estas instituciones clásicas atraviesan un proceso de erosión, han perdido su centralidad como formas organizadoras de poder. Si analizamos tales paradigmas es posible encontrar una característica en común: la transformación del mundo material en el que vivimos. Novedosas teorías ven a Internet como el invento que propició dicho cambio tecnológico y el surgimiento de microinventos como “racimos de uvas” (Mokyr, 1990). En estos racimos, podemos encontrar las recientes innovaciones de la comunicación, como la mensajería instantánea de WhatsApp, las redes sociales digitales como Facebook y Twitter o los servicios de reproducción multimedia como YouTube, entre otros. Es en estos espacios comunicativos donde la desmaterialización es más visible: las emociones, los rostros, los cuerpos, las posturas, los objetos, los árboles, las mascotas, etcétera, son sustituidos por emoticones, selfies, ideas, imágenes modificadas, etcétera. Tal es el caso de la realidad virtual, que lleva al extremo este proceso. Las personas pueden vivir en Internet una vida muy diferente a la vida real. La realidad virtual funciona como una realidad alternativa en la medida en que las personas crean en ella.
Si bien Internet funciona como una red que relaciona a las personas con otras personas, más allá de ser un simple espacio de socialización, su uso implica para los internautas alterar su propio lenguaje. Esto se debe a que la nueva tecnología es un espacio donde el mundo físico adquiere un sentido simbólico que va más allá de lo corpóreo. Los videos, las fotografías o las ideas publicadas en el muro de alguna red sociodigital son simplemente formas abstractas que representan pensamientos o bien objetos reales, pero que no son reales sino escenificaciones carentes de materialidad. Lo que existe en la red existe porque existe en nuestras mentes. Teóricos como Lévy (2004) creen que en Internet unir las mentes de las personas posibilita la creación de una inteligencia colectiva. Desde este punto, Internet sería semejante a la red de neuronas que conforman la mente humana. La red es entonces la relación de nuestras mentes con otras mentes, pero también con aparatos que poseen ciertas facultades similares a las que realiza la mente humana. Por otro lado, Kerckhove (2009) considera que más que una sociedad de mentes colectivas, la red propicia una sociedad conectiva: las personas enriquecen su inteligencia al interactuar con otros, al explorar puntos de vista diferentes. Como señalé anteriormente, la red no es un simple espacio de socialización o un lugar donde la gente se informe o comunique lo que piensa. Parece que el cambio más profundo de la red está precisamente en la forma en la cual nos relacionamos en el mundo: cada vez experimentamos más la realidad a través de artefactos que distancian al individuo de la realidad material. Esta distancia es física, pues en lo simbólico lo que opera sería una serie de cercanía: todo está cerca en Internet aunque realmente esté lejos.
Algunas investigaciones sugieren que las nuevas tecnologías se están convirtiendo en sustitutos de la existencia real. Un ejemplo es el caso del servicio “Second Life”, un portal electrónico en donde las personas crean un avatar –identidad virtual que escoge el usuario de alguna aplicación en línea para que lo represente–. Las personas construyen todo un abanico de fantasías para contactar a otros usuarios del servicio con el fin de tener citas amorosas reales. Este caso funciona contrario a la materialidad: el enamoramiento o el deseo se genera en la mente de las personas y en un futuro es posible que el usuario encarne sus pensamientos en un acto real. En tanto no ocurra eso, el deseo es virtual. Esta cultura de la desmaterialización tiene como base la producción de formas comunicativas derivadas de espacios físicos y convertidos en estructuras simbólicas. Otros autores ven en la sustitución de la vida real por una vida ficticia un producto de la economía liberal y la amplificación de los derechos individuales. Es por eso que la red es un sitio ego-hedonista. Como afirman Pardo y Noblia (2000): en Internet la individualidad es exacerbada en perjuicio de la colectividad.
Este nuevo paradigma de la desmaterialización tiene efectos no sólo en la vida individual, sino en otros campos de la vida social. Por ejemplo, las tecnologías posibilitan a las instituciones del Estado descentralizar sus funciones. Las personas ahora son capaces de llevar a cabo trámites sin necesidad de desplazarse físicamente: desde sus computadoras pueden imprimir un acta de nacimiento o pagar sus impuestos. En las democracias representativas existe una tendencia a nivel internacional por el uso de Internet para generar mayor participación social. Conceptos como “gobierno abierto”, “gobierno digital” o “e-government” se orientan hacia la desmaterialización de la política. El ciudadano conectado a la red, es un “ciudadano en línea”, con mayores posibilidades de vinculación con el Estado y los actores políticos. Es cierto que las relaciones entre la sociedad y lo político han cambiado en los últimos años, pero esto implica la aparición de nuevos canales mediante los cuales se distribuye el poder. Un claro ejemplo de esto son los periodos electorales: los candidatos, los partidos, las casas de campaña y las empresas de marketing político emplean robots para hacerlos pasar como ciudadanos participativos en temas públicos con la finalidad de engañar a los electores. En este caso, el votante de carne y hueso es suplantado por un votante que no es real.
En años recientes es posible hacer un recuento de casos donde la tecnología digital es utilizada por personas y colectivos para enfrentar de manera indirecta a formas de poder establecidas: movilizaciones contra instituciones, discursos contestatarios, vigilancia en los procesos electorales, alertas por inseguridad pública o mejoras democráticas son algunos ejemplos de las novedosas formas de acción y participación social. Actualmente la organización y gestación de la movilización de las personas transita por Internet. Pero tal participación opera a través de la comunicación a distancia, es decir, en la mente de los actores en conflicto. Las personas desde su hogar al preparar la comida o sentados en la sala mientras ven una serie en Netflix, navegando en el móvil en tanto llega el autobús o en sus oficinas de trabajo desde sus computadoras pueden “participar” en asuntos políticos enviando un mensaje de inconformidad, dando like a un tuit o promoviendo un hashtag. Es cierto que este tipo de participación no-material puede llegar a tener efectos en el mundo físico, pero se requiere también del activismo real. Diversos estudios publicados en la última década demostraron que las personas son más participativas en Internet en temas políticos o cuando se trata de solidaridad social, que en la vida real. Siempre será más complejo para nosotros –y nuestro cuerpo– salir a la calle y ser parte de una protesta. Es más sencillo y me implica menos recursos dar “me gusta” a una publicación en Facebook.
La forma en que vivimos en Internet está determinando de alguna manera la forma en la cual concebimos nuestra existencia real, nuestro mundo corporal. Las experiencias humanas ahora son una serie de representaciones noreales de las cuales tenemos conocimiento, información, pero no relación física con los hechos. La manera en la cual concebimos el mundo se origina en nuestros pensamientos. Las ideas activan el lenguaje y el lenguaje toma cuerpo a través de la comunicación. Es aquí donde lo corporal se desmaterializa. En Internet se producen señales, símbolos que interiorizamos, y mediante recursos disponibles damos sentido a la información. La desmaterialización de la vida real es un complejo proceso mediante el cual las formas simbólicas se convierten en principios, imágenes, ideas o modos dominantes que nos permiten relacionarnos con los otros y orientar nuestra existencia en el mundo que nos rodea.
Referencias
Bell, D. (1991). El advenimiento de la sociedad post-industrial. Madrid: Alianza.
Kerckhove, D. (2009). Inteligencia en conexión: hacia una sociedad de la web. Barcelona: Gedisa.
Levy, P. (2004). Inteligencia colectiva: por una antropología del ciberespacio. Washington: Organización Panamericana de la Salud.
Marx, K. (1999). La miseria de la filosofía. Navarra: Editorial Folio. Masuda, Y. (1984). La sociedad informatizada como sociedad post-industrial. Madrid: Fundesco Tecnos.
Mokyr, J. (1990). La palanca de la riqueza. España: Alianza Editorial.
Pardo, M. y Noblia, M. (2000). Globalización y nuevas tecnologías. Buenos Aires: Editorial Biblos.
Richta, R. (1972). La Civilización en la encrucijada. Madrid: Artiach.
Schumpeter, J. (1957). La teoría del desenvolvimiento económico: Una investigación sobre ganancias, capital, crédito, interés y ciclo económico. Medellín: Fondo de Cultura Económica Toffler, A. (1980). La Tercera Ola. Bogotá: Plaza & Janes Editores. Touraine, A. (1969). La sociedad postindustrial. Barcelona: Ariel.