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jueves 07 noviembre 2024

El cuento del plagiario

por Jorge Javier Romero

El título de esta nota no es un plagio, es una cita al cuadrado, aunque tal vez pierda su valor exponencial cuando les confiese que lo tomé de un artículo de Lizzie Widdicombe, publicado en The New Yorker del 13 y 20 de febrero de 2012, en el que escudriña el caso de la novela Assassin of Secrets y su enigmático autor Q. R. Markham.

Resulta que poco antes de la publicación de la novela, en noviembre del año pasado, comenzaron a aparecer críticas que anunciaban un gran éxito editorial; las reseñas, publicadas en periódicos y revistas de prestigio consideraban que el libro podía convertirse en un fenómeno editorial, pues le insuflaba una bocanada de aire fresco a un género muy popular, el de las historias de espionaje, en la tradición de Ian Fleming o John Le Carré, de quienes los críticos reconocieron influencias en la que se presentaba como ópera prima de su autor. Incluso Jeremy Duns, escritor del género, dijo que sería un “clásico instantáneo”.

Todo parecía ir muy bien para el autor y la editorial, hasta que en un foro de fans de James Bond en Internet alguien publicó que no era necesario comprar un ejemplar porque todo un pasaje de la novela se podía encontrar en una obra de John Gardner, el continuador de la serie de Bond después de la muerte de Fleming. El propio Duns, alertado, se puso a buscar en Google Books y fue encontrando pasajes enteros de diversas novelas de espías copiados y pegados en el texto de Markham, seudónimo de Quentin Rowan, un escritor de 35 años que en su juventud había logrado cierto reconocimiento temprano con su poesía.

La editorial retiró de inmediato el libro y le exigió a Rowan que devolviera 50 mil dólares que le había adelantado por dos obras futuras, además de que lo demandó para que pagara los costos de la edición de lo que ya para entonces había sido desenmascarado como un plagio completo, un mosaico de recortes que, sin embargo, había sido considerada una historia bien construida. La tragedia de Rowan, que perdió su empleo, su novia, su reputación y tuvo que irse a vivir con sus padres a Seattle, es que hubiera bastado con que expusiera en un epílogo su trampa con un listado de fuentes. Con eso hubiera sido suficiente para que la novela tuviera valor propio y no fuera considerada un fraude, pues su método de copiar de diferentes fuentes y con los recortes construir una nueva historia suena bastante más arduo que escribir una historia completamente original, como bien dijo uno de los comentaristas citados en el artículo.

Widdicombe se entrevistó con Rowan para investigar sus motivaciones y el frustrado novelista le confesó abiertamente que era un plagiario, que nunca se había sentido seguro de su escritura y que después de su temprano éxito como poeta escolar había comenzado a satisfacer los encargos de escritura que le hacían armando sus textos con lo que en la jerga nacional hemos comenzado a conocer como citas al cuadrado. En la medida en la que no era descubierto, pues recurría a textos descontinuados o poco conocidos, encontró el camino que lo hubiera llevado al éxito editorial de no haber sido por ese malhadado sitio de Internet de fans del espionaje, aunque siempre con la angustia de ser descubierto. Nada argumentaba en su defensa. Se resignaba a tratar de volver a empezar con el estigma de su engaño y ahora escribe, parece ser que sin recurrir al plagio, la historia de su caso, aunque lo hace a la manera de Tolstoi en su Confesión; se trata, ahora sí, de un homenaje expreso.

En estos días hemos leído mucho en México sobre los prestamos literarios, la intertextualidad y el plagio. La diferencia entre la creación literaria basada en obras previas y el plagio, me parece, radica en la intensión. Un homenaje, una recreación, no pretenden engañar al lector, mientras que el plagio es simplemente una patraña. Cuando Sealtiel Alatriste roba párrafos enteros de articulistas españoles poco leídos en México lo que quiere es pasarse de vivo, hacer creer al lector que es él el que construye de determinada manera y usa cierto lenguaje elaborado, con un léxico poco usual; quiere hacernos creer que es refinado en su expresión, cuando simplemente está copiando a otros sin decirlo. Se trata de una mentira y cuando es recurrente, el plagiario cae en la categoría de los mentirosos patológicos, como le dijeron varios siquiatras que consultó para su artículo a Widdicombe.

En nuestro cuento del plagiario a la mexicana ya muchos han visto conspiraciones contra la UNAM y resentimientos entre camarillas. Tal vez algo haya habido de eso, no lo sé. A mi lo único que me pareció es que un escritor acucioso y algo neurótico desenmascaró a un mentiroso compulsivo que lleva años cobrando aquí y allá, en los últimos tiempos como alto funcionario de la UNAM, supuestamente por tratarse de un autor respetable y un buen editor.

Lo patético de la versión vernácula del cuento es que una vez descubierto, en lugar de aceptar de inmediato su falta, renunciar al cargo y rechazar el premio que con fondos públicos recibiría, se comenzó a defender de una manera que si no provocara indignación hubiera movido a carcajadas. Bueno, de hecho creo que una vez pasado el episodio, lo que podremos recordar del triste Sealtiel serán sus hilarantes “citas al cuadrado”.

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