Un elemento importante en el ejercicio de la política es el lenguaje público y su planeación. Richelieu centralizó el Estado francés a través de la Academia de la Lengua, eliminando dialectos y fomentando los usos correctos a través del mecenazgo. Otros gobernantes han optado por emotivizar y simplificar el léxico para gobernar sobre las vísceras de la ciudadanía y empobrecer las capacidades cognitivas. En todo caso, la lengua genera percepciones sobre la comunidad, la socialización, la historia, los valores y a través de esto se justifican usos y nociones que apuntalan la gobernabilidad. Quien conozca esto tendrá el camino allanado para tejerse un discurso de legitimidad propio.
Andrés Manuel López es el mejor comunicador político activo en México y quien desee superarlo debe primero entenderlo. No sólo es claro en sus expresiones, ha mostrado el dominio de los símbolos e imágenes del nacionalismo revolucionario. Su lenguaje público ha permeado en nuestro léxico cotidiano y en la forma que nos dirigimos a los demás.
En el presente artículo se analizará el uso del lenguaje público de Andrés Manuel López Obrador, tanto en un contexto comparado como sus efectos entre la opinión pública de nuestro país. Se basará fundamentalmente en dos entrevistas hechas por Milenio Diario, las cuales retratan el estilo retórico del tabasqueño en sus propias palabras. La primera, titulada “Mi lenguaje lapidario es útil y tiene justificación: AMLO”, fue publicada el 12 de febrero de este año. La segunda fue la entrevista que le hicieron Carlos Marín, Héctor Aguilar Camín, Juan Pablo Becerra Acosta, Carlos Puig, Jesús Silva-Hérzog Márquez y Azucena Urióstegui el 22 de marzo pasado, cuya transcripción se publicó al día siguiente.
La desaparición del lenguaje público
Desde hace años abundan las comparaciones de López Obrador con diversos gobernantes autoritarios, particularmente Hugo Chávez y Donald Trump. Aunque la comparación directa no se sostiene, los tres tienen algo en común: un uso del lenguaje aparentemente disruptivo, altamente emotivo y basado en torno a su figura para llegar al poder y mantenerse ahí. La experiencia comparada ha mostrado que buscan desarticular las instituciones democráticas una vez que llegan al poder. Por lo tanto, en lugar de buscar la comparación fácil es preciso conocer antecedentes, tácticas y estilos retóricos.
El surgimiento de este tipo de líderes es un fenómeno global y se explica a partir de diversas causas. De acuerdo con el periodista Mark Thompson en su libro Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? (México: Debate, 2017), el lenguaje público ha entrado en una dinámica de declive, donde las palabras pierden sus significados y se convierten en herramientas para la demagogia. Y una vez que se pierde el terreno lingüístico común, la convivencia se deteriora a través de la polarización. El autor distingue cuatro causas de esta situación.
La primera es el carácter cambiante de la política occidental. A lo largo de buena parte del siglo XX vivimos con referentes claros sobre las diversas posturas ideológicas como “izquierda” o “derecha”. Los cambios políticos y sociales en las últimas décadas han hecho que esos términos no sólo se vuelvan obsoletos, sino que también nuevos liderazgos les den un significado que antes no tenían.
Se puede añadir un comentario a lo escrito por Thompson sobre nuestro contexto. Hay palabras cuyos significados cambian del inglés estadounidense al español y que pueden usarse en el debate público para ocultar contenidos. Van dos ejemplos. Primero, la palabra “liberal” se usa en el vecino del norte para una persona “progresista”, mientras que aquí se refiere a personas que defienden libertades políticas, económicas y sociales. Por otra parte la palabra “populista” se usó en EU a finales del siglo XIX y principios del XX para designar a un movimiento que buscaba romper el monopolio de los partidos, y entre cuyos logros se encuentra la introducción de mecanismos de democracia participativa como plebiscito, referéndum y revocación del mandato. Aquí se usa como sinónimo de la palabra “demagogo”, que esclarecería la confusión de usos.
La segunda causa que Thompson distingue es la brecha en la cosmovisión del lenguaje de los expertos que elaboran las políticas modernas y la opinión pública en general. El conocimiento técnico se ha especializado tanto que se ha vuelto incomprensible parara las masas. Si bien esta dificultad se podría atenuar con mayores esfuerzos para simplificar y divulgar asuntos públicos, resulta complicado explicar temas complejos en 30 segundos. Esto es aprovechado por los políticos que canalizan el descontento social para posicionar soluciones simples y desacreditar el expertise de quienes ocupan cargos de responsabilidad. La tercera causa es el impacto de la tecnología digital y los trastornos y la competencia que ha traído sobre periodistas y políticos. Las redes sociales se encargan de transmitir noticias de manera inmediata, sean o no ciertas. Aunque la propagación de notas no verificables ha sido común desde hace siglos, la rapidez con la que hoy se hace y su capacidad de viralización debilitan nuestra capacidad para analizar y debatir, y nos expone a ser manipulados. Adicionalmente, la inmediatez y la ausencia de interacción directa mediante pantallas hace que perdamos la noción de con quién hablamos y hace que nuestro lenguaje sea más directo y agresivo de lo que sería en otro contexto.
Finalmente, Thompson señala una pugna entre racionalistas y autenticistas, sobre qué constituye un buen lenguaje público. En la medida en que los políticos “racionales” se atrincheran en discursos predecibles y propuestas demasiado técnicas, otros políticos los han atacado con éxito al presentarse a sí mismos como “auténticos”: son espontáneos, usan un lenguaje directo y plantean propuestas simples (y por lo general, técnicamente erradas). La ciudadanía, harta de los primeros, siente una afinidad inmediata a los segundos, a quienes incluso les perdonan pifias y errores porque son “como ellos”.
Como parte del proceso de degradación del lenguaje público, Thomson ilustra la forma que expresiones que antes se usaban para el marketing y las ventas han llegado a moldear las expresiones cotidianas, sustituyendo por lo menos en parte a la retórica deliberativa tradicional. Con estos elementos se puede explicar mejor el auge de López Obrador como un líder “antisistema” y su credibilidad ante una ciudadanía harta de los políticos “tradicionales”.
El control de López Obrador sobre el lenguaje público
Hay dos párrafos en la entrevista de Milenio Diario del 12 de febrero que ilustran a la perfección el uso del lenguaje público de López Obrador y lo consciente que es en su manejo:
Sobre su lenguaje que a veces es muy duro, [López Obrador] reconoció que sus propios cercanos (“mis amigos”) lo cuestionan por usar este lenguaje que denomina “lapidario”, pero él les contesta que tiene justificación y “no son ocurrencias”.
“Que por qué la mafia del poder, por qué decir que son conservadores, pirruris, fifís… Todo tiene una justificación, los fifís fueron los que ayudaron a Victoriano Huerta cuando la Decena Trágica, en el asesinato de (Francisco I.) Madero, todo tiene una explicación, son grupos de juniors, con una mentalidad retrógrada, pero no son ocurrencias, todo tiene una razón de ser, pero le encuentro una utilidad”.
Se pueden extraer de elementos que apuntalan su éxito como comunicador y le otorgan credibilidad como líder: las palabras de uso cotidiano para verse “auténtico” frente a los políticos “de siempre” a través de la polarización, su dominio sobre una forma de interpretar la historia y, gracias a esto, la manipulación del imaginario político y social. Esto le ha dado tal legitimidad que sus palabras se han convertido en verdad revelada para sus seguidores. Veamos cada uno por separado.
Palabras de uso cotidiano
Como afirmó Thompson, en México como en el resto del mundo las palabras han perdido el significado que por décadas tuvieron, y son pasto para que otros las tergiversen. Por ejemplo, la palabra “neoliberalismo” se ha usado más de manera peyorativa que como una serie de políticas económicas. López Obrador conoce bien los efectos de una palabra como “mafia del poder”. Se lee en su entrevista del 12 de febrero:
Puedo decirlo de otra manera, pero se entiende mejor si hablo de una mafia del poder, porque existe, no es algo del imaginario, de mi fantasía, existe la mafia del poder que se le puede llamar de otra manera: clase gobernante, oligarquía… pero está bien dicho si se emplea que son mafia del poder.
Hablar de que son partidos de la mafia del poder, hablar del PRIAN ayudó mucho a que la gente despertara, había mucha gente engañada acerca de que el PRI y el PAN eran distintos y nos hemos dedicado a decir que son lo mismo, además porque tenemos razón.
Hablar de “mafia del poder” y de “PRIAN” le permite no sólo expresarse peyorativamente de sus oponentes, también los engloba en un imaginario distinto al común que puede ser manipulado al antojo de quien los usa. La repetición continua ha permitido a López Obrador condenar y rehabilitar a los miembros de esa “mafia” según su voluntad, además de enriquecer su mitología con jerarquías; como hizo en su momento Tomás de Aquino al describir categorías de ángeles y demonios. Ejemplo: decir que Ricardo Anaya es sólo un “aprendiz de mafioso” para rechazar un debate con él.
Otro ejemplo sobre manipulación de términos se encuentra en la entrevista del 22 de marzo:
Las llamadas reformas estructurales ni siquiera son una propuesta nacional, es la agenda que imponen desde el extranjero a todos los gobiernos, esto es demostrable, desde hace 30 años no tenemos, y es una vergüenza, un programa de desarrollo propio, se está gobernando con recetas que se envían del extranjero, hasta el término reforma estructural es lo que se usa en cualquier país, en la mayoría de los países para llevar a cabo estos cambios, que no tienen que ver en el caso de México con nuestras necesidades, la agenda nuestra, la que vamos a poner por delante en el nuevo gobierno pues va a ser combate a la corrupción, porque ese es el principal problema.
Al desacreditar las reformas desde su propio nombre, López Obrador pone el debate no sólo en un contexto nacionalista como en los años de PRI hegemónico, sino que se adueña de la agenda de discusión. No sin antes decir que el término “reforma estructural” es “impuesto” y por ello no corresponde a “nuestras necesidades”. Esta era una táctica retórica usada por el régimen tricolor durante décadas, como se verá más adelante.
Por si eso fuera poco, el tabasqueño nos ha dejado un léxico de expresiones que hemos incorporado a nuestro lenguaje como “chachalaca”, “no lo tiene ni Obama”, “compló”, “señoritingo”, “encuesta cuchareada”, “frijol con gorgojo”, ”tecnócratas neoporfiristas”, “Amlodipino”, “República Amorosa”, “despeñadero” entre muchos otros. No debería extrañarnos que su dominio sobre el lenguaje sea tal que nos refiramos a él como “ya saben quién”.
El guardián de la historiografía de bronce
Hace unos meses, López Obrador acusó a Enrique Krauze y a Jesús SiIva-Hérzog Márquez de ser conservadores con apariencia de liberales, aun cuando al menos el primero es uno de los pensadores liberales más reconocidos en México. Todavía más, en la entrevista del 22 de marzo dijo:
No soy conservador, que es estar a favor de la desigualdad, ¿sabes qué es ser conservador? Tolerar, no hacer nada por acabar con la corrupción. No soy conservador, lo que puedo decir es que en este tema como otros, yo voy a actuar respetando el punto de vista de todos y buscando también priorizar, hay grandes y graves problemas nacionales.
Semejantes saltos lógicos no se deben exclusivamente a la brecha en la cosmovisión del lenguaje de los expertos que elaboran las políticas modernas o en este caso, que divulgan analizan la política y la opinión pública en general. Podemos entender mejor la situación si reconocemos que López Obrador es el último líder de masas de una vieja corriente de pensamiento.
Durante décadas, el PRI instauró una visión del mundo fatalista, donde el mexicano estaba condicionado por una serie de traumas históricos: el nacionalismo revolucionario. Como parte de la narrativa, el régimen se presentaba como continuador del liberalismo decimonónico, aun cuando en realidad lo anulaba frente a un Estado que sólo respetaba en papel la división de poderes, se encontraba cerrado al mundo, con monopolios y esquemas corporativistas y que además negaba derechos políticos. Bajo esta visión el ideario de los liberales se convirtió no en algo vigente, sino en una monografía de papelería: una serie inconexa de anécdotas sobre “grandes hombres” con poco análisis historiográfico, un sesgo maniqueo, destinado no para entender el pasado sino para justificar a un régimen.
De esa forma el liberalismo decimonónico se redujo a una serie de frases célebres, calles y ciudades nombradas según próceres, el elogio a las Leyes de Reforma sin entender sus alcances o vigencia y quizás la reducción del ideario liberal a la separación Iglesia-Estado. Siendo López Obrador un representante acabado de la visión nacionalista del PRI, ha usado esas imágenes para legitimarse.
Por desgracia, el liberalismo de monografía es más popular que enfrascarse en una discusión sobre lo que significa hoy este ideario. Aunque es atávico, ni los gobiernos del PAN ni del PRI han hecho algo serio para reemplazar al nacionalismo revolucionario.
Fiel a la visión lineal y simplista de la historia, López Obrador no sólo se presenta como “juarista”, “maderista” y “cardenista”, aun cuando las tres cosas sean contradictorias, pues al fin y al cabo encarna la imagen kitsch que nos ha inculcado la historiografía del PRI. También se presenta como el consumador de ese proceso lineal que nos venía el nacionalismo revolucionario, como dijo en la entrevista del 22 de marzo:
Yo sostengo que estamos a punto de lograr una transformación, ha habido tres transformaciones: Independencia, Reforma y Revolución Mexicana, hace 100 años, y vamos a llevar a cabo la cuarta transformación.
El imaginario de la esperanza
López Obrador recurre a las palabras de uso cotidiano para distinguir entre categorías de amigos y enemigos de su causa, y su visión de la historia presenta una visión teleológica, donde él será el catalizador de una historia que es lineal, inevitable y que corresponde con nuestro particular carácter como nación.
Hay que añadir a lo anterior los tintes de religiosidad que permean su discurso, desde ofrecer el perdón a políticos de otros partidos, muchos con acusaciones de corrupción, sin pedir cuentas, pasando por la forma en que muchas de sus frases se pueden relacionar con citas de la Biblia y hasta la adhesión de ministros de culto e incluso la militancia de sacerdotes como Alejandro Solalinde.
La legitimidad del líder
El lenguaje público de López Obrador le ha permitido tejer una imagen de autoridad a través de la polarización, la familiaridad adquirida al usar sus frases de manera cotidiana y su monopolio sobre una visión de la historia que, aunque es obsoleta, es la única que existe. Lo anterior no solo le ha permitido posicionarse como un político “auténtico” frente a la “mafia del poder”. También le otorga un halo de autoridad frente a sus seguidores, de tal forma que sus dichos se convierten en verdad revelada. En breve, y como sucede con otros gobernantes que siguen tácticas comunicativas similares, se ha convertido en la encarnación del pueblo o, como dice, el “pueblo bueno”. Tan convencidos se encuentran que han saltado del espíritu crítico propio del ciudadano a la creencia de un feligrés.
Si a esto añadimos un activismo intenso de personas que actúan como exaltados en redes sociales, tenemos la última condición de Thompson: las redes sociales se convierten en caja de resonancia de emociones que enturbian aún más la convivencia, empobreciendo el lenguaje público.
Cerramos esta parte con algunas citas que muestran la forma que ha logrado tejerse una legitimidad propia. En la primera, del 22 de marzo, su manejo de una visión de la historia le proyecta como un líder providencial y por ello desprovisto de ambición personal:
Yo no lucho por cargos, soy en ese sentido soy legítimamente ambicioso [sic]. ¿Sabes qué me importa? Me importa la nación, me importa la historia, me interesa el pueblo de México, no estoy obcecado con ser presidente México para ser un presidente mediocre, conozco la historia, conozco lo que han hecho los presidentes desde Guadalupe Victoria hasta Peña Nieto y no quiero pasar a la historia así, no quiero ser como Salinas, no quiero pasar a la historia como Calderón, como Peña Nieto, quiero pasar a la historia como Juárez, como el apóstol de la democracia, Francisco I. Madero, y como el general Lázaro Cárdenas del Río y no es ego, es buscar ser ni siquiera hombre de Estado, quiero ser hombre de nación.
Las siguientes dos citas, dichas en febrero y marzo respectivamente, retratan al autenticista que puede desacreditar la opinión de expertos porque él tiene la experiencia que un racionalista carece.
Sobre la toma de Reforma en 2006:
Fue lo correcto, no me arrepiento… solo cuando tiene uno que decidir se ve lo complicado, cuando uno está de mirón profesional, de observador, de analista, pues es otra cosa.
Para desacreditar la reforma energética aprobada este sexenio:
[…]yo tengo otros datos, recorro además el país, a mí me gustaría que los analistas fueran a Ciudad del Carmen y a Villahermosa y que fueran a Coatzacoalcos y fueran a Poza Rica y que fueran a los campos petroleros, donde no se está perforando, donde no se está extrayendo crudo…
¿Qué hacer?
López Obrador será tema de estudio y debate para los retóricos y comunicadores del futuro, y esto se debe no sólo a sus obvias capacidades sino a la falla total de las otras opciones políticas para definir un discurso alternativo que gane la imaginación de la ciudadanía. Por eso es necesario estudiarlo y como se dijo al inicio del texto, hasta admirarlo.
Aunque la generalidad de sus posiciones podría no ser útil para el ejercicio del poder, en estos momentos se trata de ganarlo. Ya veremos qué hará con tanto exégeta si llega a ocupar la silla presidencial. En el inter, un demagogo sabe que la definición le restaría apoyos.
Cada uno de nosotros tenemos responsabilidad sobre lo que se ha hecho con nuestro lenguaje público. Descubramos las tácticas que lo han deteriorado y hagamos algo para restaurarlo, empezando por nuestros timeline.