El invento de la imprenta no sólo supuso la inmortalidad para Johannes Gutemberg, sino un avance sustancial para el conocimiento y el espíritu humano. Entre la primera impresión hegemónica de la Biblia y las ediciones masivas de libros de superación personal mediaron apenas unos siglos, y el arribo de la publicidad y el periodismo en el siglo XIX -que trajeron de la mano la edición facsimilar en la forma de revistas, diarios y otras publicaciones periódicas- dieron a la difusión de las ideas y de la información un carácter de hecho impostergable: lo convirtieron en un derecho. Como posibilidad, el pensamiento propio y las conclusiones propias existen a priori; en la intimidad y en el espacio irrenunciable de nuestra mente, todos somos libres de pensar y concluir lo que queramos. Sin embargo, es en la esfera de lo público donde las ideas propias tienden, irremediablemente, a su afirmación y por lo tanto a la confrontación: al convertirse en públicas nuestras ideas contribuyen, abonan, cuestionan, ofenden, increpan; circulan -o, dicho de otro modo-, cierran círculos. Si alguna posibilidad nació realmente con la invención de la imprenta no fue la de la “reproducción” de las ideas (razonamiento más bien simplista y maquinal), sino la de su trascendencia; es decir, la de que las ideas sean capaces de iniciar un diálogo con otras ideas y la de que tengan la capacidad de permanecer en ese diálogo, de fundirse en él, por lo menos hasta que el destino las alcance.
Era tal la importancia de la palabra impresa en los albores de las democracias modernas -como pilar fundacional del diálogo democrático, pero también como principio libertario, como instrumento contrahegemónico, como impulsora de la educación y el conocimiento- que son pocas las constituciones nacionales que no dedican sendos artículos a la protección de la libertad de prensa. La Constitución Mexicana, por fortuna, no es la excepción: el artículo séptimo constitucional dedica una glosa tan clara en lo que defiende, en lo que garantiza y en lo que previene que, a riesgo de parecer entusiasta, me atrevo a decir que no deja lugar a interpretaciones. Es un artículo particularmente libertario: le otorga a los ciudadanos todos los derechos y prohíbe al Estado, en todo momento, convertir el uso de la imprenta en un delito. Y, ¿qué es la imprenta?, sino un aparato para reproducir ideas
Ateniéndonos a esa definición resulta ridículo pensar que en estos tiempos, donde todas las complejidades tecnológicas se cumplen con creces, la protección de la libertad de prensa y las leyes abocadas a ella sólo se refieran a la imprenta. La imprenta, no sólo como máquina sino también como noción, ha trascendido de todas las maneras posibles su tecnología primaria, su materia prima. Pensar hoy sólo en términos de caracteres móviles, tinta y papel sería soslayar el hecho incontrovertible de que la difusión de las ideas ocurre -además de en el papel- en el éter, en las ondas radioeléctricas, en el espacio virtual de lo digital y en multitud de otras plataformas inventadas o por inventarse. Sería también ridículo pensar que la libertad de prensa se circunscribe a un sector de la producción (los impresores, periodistas, trabajadores y editores de medios impresos) y que excluye por default a todos los rezagados en la repartición de derechos constitucionales. Sería ridículo, por último, pensar que la realidad de los derechos tiene que adaptarse a la redacción primaria de los artículos constitucionales, y no al revés.
En los últimos días de marzo de este año, la radio comunitaria Radio Tepoztlán, de Tepoztlán, Morelos, envió su transmisor a reparar a Pijijiapan, Chiapas. En su camino de regreso, la camioneta de paquetería en la que viajaba el transmisor fue detenida por alguna de las muchas corporaciones policíacas de este país y el equipo fue decomisado y puesto a disposición del Ministerio Público de Matías Romero, en Oaxaca. Al absurdo geográfico se le sumó el absurdo legal: Radio Tepoztlán cuenta con permiso de transmisión otorgado por el Estado mexicano y su equipo de transmisión está autorizado por las autoridades competentes. Aunque pocos días después el equipo fue devuelto por el Ministerio Público, esta nueva acción represiva nos trae de regreso a una vieja pregunta: ¿puede el Estado requisar un instrumento primordial para la difusión de las ideas, esa otra imprenta contemporánea que es el corazón de cualquier radiodifusora; a saber: su transmisor?
Aun sabiendo que se pueden argüir diversos reglamentos y leyes menores que “justifican” la requisa, volvamos al artículo séptimo constitucional. La frase con la que cierra su primer párrafo es contundente: En ningún caso podrá secuestrarse la imprenta como instrumento del delito.1 Esta frase encierra no sólo la preocupación de los constituyentes porque no disminuya el número de imprentas disponibles (es decir, que no disminuya la posibilidad mecánica y tecnológica para la libertad de expresión e información), sino también la de que el instrumento primordial para la difusión de las ideas esté disponible de modo que ese fin, noble en sí mismo, se cumpla sin interrupciones -bien intencionadas o no, justificables o no- por parte del Estado. Resulta difícil imaginar de qué manera una interrupción en el flujo de la ideas y de la información por parte del Estado podría ser bien intencionada o justificable; salvo, tal vez, en el discurso de los estados totalitarios, que tienden a justificar cualquier exceso. En el ejercicio de la radiodifusión como medio para la libertad de expresión y el derecho a la información, no hay otro instrumento que sea más imprescindible y cuya ausencia signifique una interrupción más contundente que la del transmisor. Secuestrar un transmisor como instrumento del delito es, entonces, un acto tan inconstitucional como secuestrar una imprenta, secuestrar una computadora, secuestrar una cámara fotográfica o secuestrar un punto de acceso a Internet, por mencionar sólo algunos.
Ese párrafo esencial del artículo séptimo constitucional es libertario, empero, por algo aún más profundo: implica que la posesión misma de una imprenta nunca puede constituir un delito. Articular la idea ya nos hace preguntarnos “¿cómo podría serlo?”. Si el lector tiene suficiente ánimo vale la pena decirlo en voz alta y en sentido inverso, por ejemplo: “Lo condenaron a cinco años de prisión por tener en su posesión una imprenta”. ¿Verdad que resulta absurdo y, en pleno siglo XXI, hasta ofensivo? Bien, si tomamos en cuenta que hoy el Estado mexicano está condenando a prisión y a multas estratosféricas a ciudadanos por poseer y operar transmisores de radio de baja potencia con fines comunitarios, o secuestrando transmisores incluso de radiodifusoras que cuentan con permiso de transmisión, nos daremos cuenta de la clase de tiempos en los que estamos viviendo.
Por lo menos, no los más propicios para la libertad de expresión.
Post scríptum en medio de la batalla: en la guerra de los monopolios no extraña que cada político de carrera escoja a su bando favorito y lo defienda con fervor; lo que de verdad extrañaría sería que alguno saliera a defender la Constitución de este país, como para variar en serio.
Nota
1 Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Artículo 7º, párrafo primero, según la 106ª. edición de Editorial Porrúa, S.A. México, 1994. P. 11. Vale la pena también revisar la contundente redacción del apartado 3 del artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americanos, especialmente clara sobre este tema.