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miércoles 09 octubre 2024

En un lugar de los medios

por Miguelángel Díaz Monges

En la época de Cervantes -Miguel de Cervantes-, los “medios” eran los libros y los juglares. Había libros nefastos, bien claro lo deja El Manco de Lepanto, y juglares imbéciles. Los unos se abocaban a la ficción, incluso la filosófica invención descabellada de explicaciones para un mundo bastante inexplicable, y los otros sencillamente mentían. Cervantes pudo escribir su Quijote porque vio o intuyó los albores de la enajenación, pero no tenía en la cabeza cubos conceptuales que le llevaran a considerar al “Caballero de la Triste Figura” un bookaholic, bibloholico o cualquiera de esas palabras que, desde el miedo y la culpa, se inventan para distinguir diversas formas de inoperancia pública. Pero Alonso Quijano era un adicto a los libros, eso ya lo sabemos nosotros y eso lo llevó a lo que muchos consideran idiotización y otros idealismo. No sobra la pregunta, para nuestros tiempos de sensatos exitosos, acerca de la diferencia que ellos ven entre idealismo e idiotización.

Para Alonso Quijano la realidad había perdido todo interés, se había desvanecido. La realidad del viejo hidalgo era la ficción libresca.

En la novela El detective de la triste figura, Jorge “El Chale” Martínez y Almaraz (Ediciones del Milenio, 2001, México) nos encontramos con un orate decidido a “desfacer entuertos” de acuerdo con lo que en su solitaria vejez consume, obligado, a través de la televisión. Trama y personajes son la reconversión de los cervantinos en seres del siglo XXI atrapados en la ciudad de México, con el tino suficiente para hacer creer al lector que la transfiguración de los aldeanos manchegos en los chilangos comunes fue cosa fácil. Éste y otros méritos tiene la novela de marras, pero lo principal -o lo que me hace traerla a colación- no es eso, sino la conversión de los libros en oferta televisiva.

Hace poco, alguien que no mereció mayor atención de mi parte, decía que los mexicanos tienen los mismos defectos que los españoles, entre ellos “lo quijotescos”. Puede ser y nada tendría de sorprendente, tampoco de interesante. Lo que es digno de resaltarse es que lo quijotesco sea un defecto, pero no estoy para análisis sociológicos, psicológicos o simplemente lógicos que no llevan a ningún lado.

En los tiempos de Cervantes el debate público gozaba de una lentitud purificadora, como respondiendo a la divisa italiana “chi va piano, va sano e lontano“, en nuestros tiempos los medios asfixian a tal punto que con cambiar el canal de la televisión uno encuentra la réplica a lo que estaba viendo antes de pulsar el control remoto. La situación se agrava en las redes sociales: una noticia cualquiera tiene su contrario o su complementario en el siguiente tuit o en el muro de cualquier otro contacto de Facebook. Con este vértigo, los procesos sociales son rápidos, efímeros e inconclusos, pues a medio camino ya llegaron juglares mediáticos a ofrecer una nueva causa para las masas televidentes y retrotuiteantes.

En la novela de Cervantes los ideales del caballero se mantienen constantes. En la novela citada de Martínez y Almaraz también. La diferencia radica en que, mientras el personaje del genio español era obsesivo de las novelas de caballería por necesidad histórica, en el segundo caso el quijote moderno se vio obligado a excluir interés por cualquier cosa que no fueran las series y películas detectivescas: en que -para bien de la sana alegoría- pasaba de noticieros y programas culturales y de análisis. El lavado de cerebro de este ingenuo del siglo XXI era consecuencia de una pasión, no de la enajenación que los actuales salvadores de la humanidad le compran a todas las empresas que dicen aborrecer y a las que no hacen sino fortalecer.

Tiene gracia observar a nuestros quijotes futboleros, que también existen, berreando hurras a TV Azteca, sin reparar siquiera en que el pequeñín superhéroe Joserra lleva fuera de ahí quién sabe cuántos años. Tiene gracia que odien al Perro Bermúdez, único locutor que ha sabido retomar el prodigioso estilo del gran Ángel Fernández, por el gravísimo hecho de que trabaja para Televisa y -se sospecha- le va al América. Tiene gracia que tanto los revolucionarios como los neoliberalizadores extremistas de las redes demuestren que cuando no están tuiteando o facebookeando están viendo con morboso anonadamiento todo lo que les produce náuseas, llámese López Dóriga, Alatorre, Paty Chapoy o Chespirito. Tiene gracia que infatuados por la indignación cojan sus adargas y bacías, monten en sus rocines y corran a sus computadoras a cambiar el mundo a través de las redes sociales.

Lo que tiene menos gracia es que estos aguerridos actores sociales, críticos del sistema -no importa cual, eso depende de la programación de la tele- también han olvidado la realidad para adoptar la realidad mediática. Que viven y se relacionan con el mundo a través de antenas y cables. Don Quijote al menos conversaba con cabreros y pernoctaba en la llanura manchega; el personaje de la novela que he citado se reunía con vecinos persuadidos por su demencia y deliraba con ser un justiciero viandante.

Los méritos de Cervantes y su Quijote sobrepasan por mucho lo que yo soy capaz de decir. Los del viejo loco de la novela del “Chale” radican en mostrarnos a un idealista -¿un imbécil?- perfectamente factible -cierto que improbable- en el siglo XXI. ¿Dónde están los méritos de nuestros quijotes televisivos e internáuticos? Nunca les veremos entre las aspas de un molino; no les veremos volver enloquecidos, a punta de espejos despiadados, a la realidad antes abandonada; no les veremos salvar doncellas ni “desfacer entuertos”, pero les veremos hasta el agotamiento, incansables, gritando vivas y mueras según haga soplar los vientos el arrogante Eolo de los medios.

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