Eduardo Bohórquez
Amediados de 2022 la Presidencia de la República anunció que prácticamente todos los compromisos asumidos en campaña se habían cumplido. Como muestra la historia electoral de nuestro país, formularlos en campaña y declararlos realizados de manera triunfal ha sido un patrón recurrente de nuestra vida política. Muchos políticos los establecen con las comunidades, y algunos hasta los firman ante algún notario. Es más, muchos de ellos están diseñados para cumplirse. Se trata de temas que, cuando cuentan con los recursos presupuestarios necesarios y con un funcionario que dedique tiempo y energía a asegurarse de que las cosas ocurran, se cumplen sin demasiado problema. Sin embargo, en esencia, el compromiso de campaña es una fórmula gastada de la política mexicana.
La promesa de cambio, a diferencia de los compromisos, tiene una dinámica distinta. Ningún compromiso de la lista de cien enumerados en campaña tiene, por ejemplo, la fuerza política y simbólica de una agenda que ha sido el eje y motor de la llamada “cuarta transformación” del presidente Andrés Manuel López Obrador: erradicar la corrupción en México.
Comparto aquí cuatro breves reflexiones, casi hilos de tuits, sobre un tema técnicamente complejo, relevante para México, indispensable para reducir las desigualdades en el país, pero que está en riesgo de quedar atrapado en el peor lugar de la agenda pública: limitarse a ser un vulgar instrumento de las contiendas político-electorales. La promesa presidencial tiene tres componentes: erradicar la corrupción, hacer las cosas distintas y priorizar los resultados para quienes menos tienen.
1. “Vamos a erradicar la corrupción”
La promesa es temeraria. Ni los países nórdicos se atreven a señalar que podrían hacerlo. La 4T aseguró que lo haría y repite sistemáticamente que ya lo ha hecho. Más allá de confirmar que la corrupción sigue presente en México o que la propia 4T ya está metida en sus propios escándalos de corrupción, quiero construir alrededor del valor político-simbólico de esta afirmación.
A diferencia de sus antecesores, el presidente López Obrador nunca se embarcó en la diatriba sobre el origen o las causas de la corrupción, o si se trataba de un tema cultural. La corrupción, como el cáncer, era su causa, el enemigo de la 4T, la razón de ser de su vida pública y la del movimiento que alrededor de él se articulaba.
Como causa política, la idea de desterrar la corrupción del régimen político ha estado presente por décadas en la historia política e institucional del país, pero pocas veces ha resultado creíble a electores y simpatizantes. Hay que reconocerlo. Hasta ahora, ningún candidato o gobierno había traducido con tanta efectividad lo que socialmente se entiende por luchar contra la corrupción: la apuesta pagó y sigue pagando muy bien al presidente. La fórmula de López Obrador es simple: enfrentar la corrupción no es pedir a los mexicanos que cambien, sino hacer que los políticos de siempre lo hagan.
Este es el pilar de la estrategia anticorrupción de López Obrador y también su acción más efectiva. Podemos mofarnos del pañuelo blanco de las mañaneras o de los interminables discursos sobre que la corrupción ya se acabó, pero en términos sociales este “nuevo estilo” de la política mexicana es la mejor traducción social de su lucha contra la corrupción.
La austeridad republicana o hasta la franciscana, el desparpajo en el vestir, pero especialmente el hecho de que los responsables de la corrupción no son los ciudadanos sino los políticos, así como que la corrupción no es un problema de la mexicanidad, sino de la élite gobernante, ha sido una fórmula muy efectiva para convencer a la sociedad de que esta vez va en serio.
“Morena ve por sus intereses político-electorales, no por reducir la corrupción”
Si hay un lugar donde ha pagado la forma en la que han presentado la lucha anticorrupción es, sin duda, aquí. La corrupción no se ha erradicado, claro, pero liberar a la sociedad mexicana del pecado original de la corrupción y convertirlo en un asunto del régimen político y de partidos es, posiblemente, la contribución más efectiva de la estrategia de gobierno.
2. “Somos diferentes. Ya no es como antes”
Aquí es donde la estrategia anticorrupción de la 4T empezó a hacer agua. Mientras que la lucha contra el cáncer social de la corrupción es la causa del presidente, ni él ni su partido lograron que se convirtiera en el rostro o la razón de ser de su movimiento. El resto de los liderazgos del movimiento no han sido diferentes a los de la clase política de siempre (la existencia de un pacto entre el PRI y Morena en 2018, por ejemplo, es cada vez más evidente). Además, los gobiernos emanados del movimiento, por lo menos hasta hoy, no han logrado dar resultados contundentes en el control efectivo de la corrupción. No es lo mismo proceder penal —y políticamente— contra los adversarios, que contra los de casa. No es lo mismo anunciar que todo será diferente, a que las cosas cambien en los hechos.
Los escándalos se van apilando y la idea de que el movimiento político del presidente lucha contra la corrupción se ha desvanecido. Morena ve por sus intereses político-electorales, no por reducir o controlar la corrupción en todos los órdenes de gobierno. No se ve ya como un movimiento por la regeneración nacional, sino como un partido político que, como los de siempre, busca ganar elecciones.
De todas las formas de corrupción que siguen operando en México, la más dolorosa por sus efectos sociales es la que tienen que pagar las familias mexicanas
La agenda anticorrupción del candidato López Obrador se va desdibujando entre los gobiernos emanados de su partido, que han abandonado la honestidad valiente y la austeridad republicana en cuestión de meses. El caso Segalmex, por ejemplo, ocurrió en el primer año de gobierno y, para tomar perspectiva, su tamaño, en términos monetarios, es comparable con la llamada Estafa Maestra u otros casos de corrupción de la administración de Enrique Peña Nieto.
Entre los gobiernos estatales y locales elegidos (en buena medida) por la popularidad del presidente, más allá de la habilidad de copiar y pegar los mensajes diseñados para la campaña presidencial del 2018, no se ve ningún liderazgo anticorrupción que despunte.
A nivel federal, el ruido sobre la corrupción de los cercanos al presidente sigue creciendo, y muchos han quedado relacionados con escándalos que muestran complicidad con empresarios deshonestos. Es más, muchos de los allegados a López Obrador se han convertido en los nuevos empresarios deshonestos del régimen.
La idea de mantener y ampliar el poder sigue siendo la principal justificación para que operadores políticos y funcionarios se embarquen en esquemas de lavado de dinero, de evasión y elusión fiscal, de financiamiento ilegal de la política. En las adjudicaciones de contratos a los cercanos o el uso del aparato del Estado para la extorsión económica o política encuentran un pretexto perfecto para darle larga vida al proyecto político. La estabilidad política de este sigue justificando sus excesos. Nada nuevo, pues, a lo que se vivió en los últimos cien años de vida política en México.
Centralizar la comunicación política en la figura del presidente evitó que muchas de estas historias crecieran a nivel nacional. La imagen de López Obrador y sus niveles de aprobación han logrado contener muchos de los escándalos que azotan a Morena. Pero el manto protector del presidente se va haciendo cada vez más delgado: no sólo resulta evidente que no son diferentes a los de antes, sino que muchos de ellos han sido parte activa, por años, del problema estructural de corrupción de la clase política en México.
3. “Por el bien de todos, primero los pobres”
De todas las formas de corrupción que siguen operando en México, la más dolorosa por sus efectos sociales es la que tienen que pagar las familias mexicanas. De acuerdo con datos de Transparencia Mexicana, la corrupción cuesta a los hogares mexicanos más pobres cerca de 35 por ciento de su ingreso. Es el impuesto más injusto y regresivo que tenemos. Durante la administración de López Obrador, la corrupción en trámites y servicios que realizaron los hogares creció, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en 9 por ciento. Los hogares no sólo tienen que pagar más “mordidas” para acceder a servicios que les corresponden por legítimo derecho, sino que su costo se ha incrementado.
La gran corrupción es el motor de los pactos políticos, pero la administrativa es la que arranca sus escasos recursos a las familias mexicanas de forma brutal y evidente. La gran corrupción es relativamente invisible, salvo cuando estalla un escándalo, pero la otra la pagan millones de personas todos los días.
La estrategia anticorrupción de la 4T no puso en el centro a las personas o las familias. El potencial transformador de su discurso no llegó a la ventanilla de gobierno: han regresado las largas filas en las oficinas gubernamentales, los trámites en papel, los formatos mal diseñados. La corrupción administrativa sigue entorpeciendo el ejercicio de derechos y la vida cotidiana de las personas.
Asimismo, la estrategia contra la corrupción en trámites y servicios y la austeridad mal entendida no han conseguido que el gobierno haga más con menos, sino que se achique. Este no ha fortalecido su capacidad regulatoria ni ha conseguido revolucionar los trámites y servicios de calidad que requieren las personas. La transformación de la administración pública para servir a las personas es “tal vez” la mayor oportunidad perdida de este gobierno.
4. Anticorrupción en la 4T: lo bueno, lo malo y lo (realmente) feo
Aunque el mejor resultado del gobierno de López Obrador fue entender el valor simbólico de la lucha contra la corrupción, su traducción práctica abre interrogantes más allá de la popularidad presidencial o de las elecciones. El mayor riesgo de esta agenda no está en su desdén por el Sistema Nacional Anticorrupción o en su animadversión por el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales y los organismos de fiscalización superior. La amenaza más grande para el país está en el abuso sistemático de las instituciones con fines político-electorales y la pérdida social de esperanza.
En su afán por someter y controlar a sus adversarios, la 4T hiperpolitizó a la nueva Fiscalía General de la República (FGR) y a la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. La oportunidad de trans- formar a la Procuraduría General de la República en una auténtica fiscalía independiente fue dejada en el completo olvido. En materia de control efectivo de la corrupción, los tiempos de la FGR han sido los del calendario electoral, no los de reclamo social de justicia. Detener a un exgobernador durante un periodo electoral, por ejemplo, no busca hacer justicia, sino ganar votaciones. Congelar cuentas no es un instrumento para devolverle al pueblo lo robado, sino para cambiar los votos de la oposición en el Congreso.
El uso político-electoral de las instituciones no es nuevo: ha sido parte central del régimen que se ha construido tras la Revolución mexicana. El poder punitivo del Estado no se ha utilizado para construir un régimen más justo y menos desigual, sino para asegurar que los que ya tienen el poder lo mantengan. Esa utilización de la lucha contra la corrupción ha sido parte nodal de la historia política de nuestro país. Y la 4T no ha sido la excepción: como tantos gobiernos en la historia del país, ha confundido la construcción de una política democrática de persecución penal con una política de persecución política de los adversarios.
Hay muchos espacios donde estas discusiones, en su faceta más técnica, se siguen desarrollando. Sin embargo, mi mayor preocupación no es sobre el diseño de nuevas instituciones o la reforma a las políticas existentes. En esos espacios la academia y la sociedad civil siguen dando la pelea y cada vez hay una comunidad anticorrupción más amplia y diversa.
Mi mayor preocupación radica en que la estrategia anticorrupción de este gobierno termine en desafección social y en la desesperanza sobre lo público. No es sólo la polarización política lo que debe preocuparnos, sino también el creciente desinterés por lo público, la idea de que la política en México seguirá siendo lo mismo de siempre.
La democracia en México no es una forma de gobierno que la sociedad aprecie. Hay amplísima evidencia académica sobre ello, así como muchas y buenas razones para que así sea. Pero perder la esperanza en que la ruta electoral puede traer mejores gobiernos no será sólo una derrota para Morena o para López Obrador, sino que puede convertirse en una derrota para la clase política y el sistema de partidos.
Traicionar el mandato social de controlar la corrupción no es sólo un tema electoral o un costo político para el obradorismo. Puede convertirse en una señal de que la sociedad mexicana y el gobierno que está para servirle no han logrado darle la vuelta a uno de sus mayores agravios: el de una clase política que nos traiciona y a la que tenemos que seguir tolerando.