No es convencional concebir que un siglo pueda iniciar en 1914 y terminar en 1991. Se necesita un conocimiento panorámico y profundo de las dinámicas sociales para signar un cambio de época, que fue el que poseyó Eric Hobsbawm. He aquí algunas estampas que muy probablemente influyeron en el historiador para integrar su legado.
La era de las catástrofes
Haber nacido en plena guerra mundial, justo en Alejandría, cuna de la civilización de oriente medio; deambular por una alfombra de arena; oler las cenizas de una antigua biblioteca; escuchar a la madre hablar en polaco, al padre en inglés; debió alentar la curiosidad sobre un mundo plenamente diverso en el pequeño Hobsbawm. Su familia eligió el inglés como medio de expresión. El niño continuó el largo viaje de las lenguas y aprendió el alemán en su estadía en las ciudades de Viena y Berlín. Más tarde su conocimiento de los idiomas sería basto: francés, español, italiano, etcétera. Nació tres años después de iniciada la era de las catástrofes, tendría cuatro meses cuando Lenin triunfó en Rusia con la Revolución de octubre.
Cuando Hobsbawm abandonaba la infancia sobrevino la crisis de 1929 y el abismo económico para el mundo. Él vivía su propia crisis familiar al enfrentar la muerte de su padre y un par de años después la de su madre. Supo que el desastre que habían dejado la Gran Guerra y la Gran depresión, no había quedado totalmente atrás; puesto que el fascismo sólo podía contenerse con otra guerra, y no se equivocó.
El invierno era frío, y desafiante el arribo del nacionalsocialismo en Alemania. El 30 de enero de 1933, tenía apenas 15 años, caminaba con paso resuelto por el centro de Berlín. Le pidió a su pequeña hermana Nancy que se detuviera para leer el titular del periódico: Hitler era el nuevo canciller de Alemania. Debía apurar el paso hacia su casa en Halensee. Seguramente, al día siguiente, todos comentarían en su escuela el suceso, que no podía ser menos importante para un joven militante del Partido Comunista y decidido, como muchos de su generación, a luchar cuando llegara el momento. Fue un miembro típico de la diáspora que protagonizaron los pueblos de la Europa central. No le podía ser indiferente la asociación del fascismo y el nazismo, puesto que estas ideologías recurrían justamente a Viena para estigmatizar a los migrantes. Él ya había leído Mi lucha y conocía sus propósitos, pero en su opinión no fue el lenguaje doctrinario lo que signó el rechazo a los judíos, sino una vieja tradición en el mundo occidental decimonónico; así lo entendió después cuando asumió su compromiso con la ciencia histórica. Los judíos eran un símbolo del odiado capitalista financiero. No todo antisemitismo era profascista. Por ejemplo, algunos grupos de campesinos incultos creían que los judíos sacrificaban a los niños cristianos.
En 1933 se mudó a la Gran Bretaña, de no haber sido así quizá no hubiera contado con el privilegio de sobrevivir a la segunda guerra mundial. Él quiso comprender la historia de su época, pero no solamente, también profundizó en el relato de la evolución humana en el tiempo, su estructura y regularidad. Concibió que la historia está comprometida con un proyecto intelectual coherente y se sumó a esa visión del mundo. Conoció a fondo la materia prima con la que se nutren las ideologías nacionalistas, étnicas y fundamentalistas: la historia usada a conveniencia; y se convenció de que su labor era criticar todo abuso que se hiciera de la historia desde una perspectiva político-ideológica.
Así lo hizo. Diseñó proyectos para evitar la guerra, y cuando la supo inevitable se esforzó día a día por comprender su historia a cabalidad en todas partes del mundo, por conocer la complejidad de sus cambios y sus contradicciones. Es difícil encontrar en el trabajo de otros historiadores la profusión de datos que Hobsbawm ofrece y que dan sustancia al hecho histórico, así como las preguntas y respuestas de amplio alcance de la disciplina. El historiador británico apuntó: “[…] el fascismo triunfó sobre el liberalismo al proporcionar la prueba de que los hombres pueden, sin dificultad, conjugar unas creencias absurdas sobre el mundo con un dominio eficaz de la alta tecnología contemporánea.”1 Afirmó que la primera capa social que se movilizó en masa contra el fascismo fueron los intelectuales occidentales, de quienes estuvo tan cerca que pronto se convirtió en uno de ellos, aunque, avanzando el siglo, con otras miras.
Hobsbawm entendió que el siglo XX inició con la era de las catástrofes, y que ninguna otra era generó en la humanidad la impresión de que la matanza, la tortura y el exilio masivo formaban parte de la vida cotidiana. Concibió también, que la primera y segunda guerras mundiales forman un mismo proceso y contienen una misma mecánica del cambio con su centro neurálgico en Alemania. La catástrofe humana que generó la segunda guerra (más de 50 millones de muertos) no se entiende sin la participación de Hitler. La función del individuo en el cambio social es fundamental y Hobsbawm lo admite porque su marxismo nunca fue un método de investigación doctrinario ni una búsqueda de estructuras permanentes, tal como, decía, lo practicaban los historiadores franceses de la escuela de los Annales; sino una posición política comprometida con la dinámica del cambio social. Después de la segunda guerra mundial, “[…] todos [los estados laicos] rechazaban deliberada y activamente la supremacía del mercado y eran partidarios de la gestión y planificación de la economía por el Estado.”2 Lo podía afirmar categóricamente puesto que diferenciaba el discurso de la teología económica liberal, de las prácticas económicas.
Para él, “[…] los gobiernos, las escuelas, la economía, todo lo que forma parte de la sociedad, no existe para el beneficio de unas minorías privilegiadas. Estamos capacitados para cuidar de nosotros mismos. Existe por el bien de las personas comunes y corrientes que no son especialmente inteligentes ni interesantes (a menos, claro está, que nos enamoremos de alguna de ellas), ni tienen demasiada cultura ni demasiado éxito ni parecen destinadas a tenerlo: en resumen, personas que no son nada del otro mundo.”3 Nada estalinista debió ser su interpretación de la historia puesto que en la URSS se prohibió la traducción y difusión de sus libros. Alimentaba un compromiso con el cambio y veía un nexo profundo entre las reivindicaciones sociales y la lucha revolucionaria de resistencia. Por eso se alegró de la ola de movimientos que en años recientes surgieron en países musulmanes. No por festinar la catástrofe bélica sino por entender que en ciertas circunstancias es el camino viable.
Su testimonio como historiador dota a su obra de un doble significado porque comparte, cuando trata de la Historia del siglo XX, sus recuerdos y múltiples testimonios sociales. Se arriesga a proponer una categoría analítica que profundice sobre los rasgos característicos de cada etapa, para con ella signar los cambios: la era de la revolución (1789-1848), la era del capital (1848-1875), la era del imperio (1875-1914). No se necesita ser muy acucioso para notar que su periodización da continuidad temporal a los modos de producción marxistas. Seguro se han propuesto otras categorías en las distintas disciplinas; pero éstas son de gran valor académico porque permiten darle contenido a más de dos siglos denominados, sin más, época contemporánea. Qué poco comprensible resulta que lo contemporáneo sea posterior a lo moderno, y aun más, definir lo posmoderno como actual, e incluso el fin de la historia. Por eso Hobsbawm documenta su concepción con datos estadísticos que nos permiten entender, por ejemplo, que en el segundo tercio del siglo XX lo único que finaliza, como gran ciclo, es la preeminencia de la producción agrícola en el mundo; o que la gran revolución del siglo XX fue la revolución sexual. El acceso de los jóvenes sesenteros a la vida laboral generó todo un mercado de artículos y de posibilidades de consumo que permitieron que los bienes privados desbordaran al individuo. ¡Qué diferencia! con los jóvenes de principio de siglo que, sin dificultad, podían llevar puestas todas sus pertenencias. Hobsbawm trascendió al siglo corto y largo, logró ser un gran observador analítico no sólo del final del socialismo sino de la nueva era. También fue un hombre del siglo XXI y, atento a los desaciertos de las cifras cerradas, murió a los 95 años
Notas:
1 Eric Hobsbawm. Historia del siglo XX. Crítica. Barcelona. 2003. Pág. 125.
2 Ibídem. Pág. 180.
3 Eric Hobsbawm. Sobre la historia. Crítica. Barcelona. 2008. Pág. 21.