La gente de mi edad a veces se desgobierna y, en lugar de asumir con parsimonia el pesado paso de los años, inicia una serie de conductas anómalas, entre las que se cuentan injertarse pelo, desabotonarse la camisa y mostrar cadenas de galeotes o utilizar un lenguaje que forma parte de un período arquitectónico, concretamente el churrigueresco. Porque resulta extraño que un hombre de 60 años se dirija a otro de su misma edad y al que no le une parentesco alguno con un: “¿Qué pasó, papá?” o “¿Cómo estás, mi rey?”, pero ya se sabe que no entiendo nada.
Estaba yo el domingo pasado sentado, sin hacerle daño a nadie, desayunando mientras leía que el futbolista Martín Cauteruccio “vive tiempos felices” (asunto que me parece muy bien), cuando una señora sentada en la mesa de al lado, con el pelo de azul y un timbre de voz muy similar al del frenado de un coche que gira dando trompos exclamó: “Lo bueno es que ya es ‘momingo’”. Uno que se siente chistoso y tiene, digamos, una vena irónica decidió que era buen momento para poner el siguiente tuit: “Una señora de unos cincuenta años acaba de decir ya es momingo… me derrumbé”. Hasta ahí nada nuevo, hasta que mi admirada Gabriela Warkentin me respondió (evidentemente bromeando) “¿Qué tienes contra las cincuentonas?”. Por supuesto, el mundo se me vino encima: me escribieron que así joven, joven, pues no lucía, y una horda de mujeres indignadas, algunas de ellas bastante cateadonas, me hicieron ver que se sentían muy orgullosas de su edad. En un débil intento defensivo aclaré que por supuesto soy un viejo decrépito y que sostengo que la gente de mi edad no debe hablar como idiota; la propia Gabriela aclaró que estábamos bromeando, pero fue un poco estéril. El incidente, irrelevante y olvidable, me dio sin embargo un pretexto ideal para hablar de lo que ocurre en estos tiempos. Veamos.
Parte de la prisa de las redes sociales se basa en no dejar pasar la oportunidad de opinar y ello requiere velocidad. Sin embargo cualquier análisis de un hecho debe tomar el tiempo necesario para contar con las mayores certezas posibles. En este ejemplo, lo único que se analiza es que aparentemente estoy burlándome de la gente en función de su edad, ya que nadie se toma la molestia de rastrear un poco que hay detrás del tuit de Gabriela en reacción al de un modesto servidor. Prácticamente en cualquier frente pasa lo mismo y es por ello que se pueden invertir horas en discutir si es correcta o incorrecta una medida o iniciativa que nadie ha tomado.
Recientemente presenté mi libro Ciencia, anticiencia y sus alrededores, ensayos para alimentar la curiosidad, en la generosa compañía de mi amigo Mario Campos. En él sostengo un montón de cosas que me interesa compartir con mis lectores, entre las que se cuenta el cambio climático, el ocio y el futbol, el sexo célibe o una carta que le provocó un conato de infarto a Charles Darwin, pero en todo el libro subyace una premisa; la ciencia tiene atributos que son deseables en cualquier ámbito de la actividad humana: honestidad en el reporte de lo que se investiga, curiosidad para entender mejor al mundo que nos rodea y sobre todo escepticismo razonado, es decir una duda fundamentada de toda la información que recibimos. Esta duda está ausente por completo en este mundo de vértigo y tendemos a dar por bueno algo que es flagrantemente falso.
Yo no lo sé de cierto, pero supongo que parte de este problema es la forma en la que se concibe la transmisión del conocimiento científico como un cuerpo enciclopédico, árido e inmutable sin ejemplos significativos para el que aprende. La distancia entre la comunidad científica y la sociedad es enorme y ello se debe a que nuestras políticas en ciencia no generan ningún incentivo para que los que practican ciencia se acerquen a la gente y le compartan de una manera legible sus hallazgos. En fin yo, que soy terco, seguiré sosteniendo que la gente de mi edad no debe hablar como idiota y muchos seguirán sin comprender que a veces, sólo a veces, me gusta jugar.