Quiero defender al insomnio. Al menos al mío. Por ello no pretendo persuadir de nada, sino expresar mi afortunada circunstancia. Sé muy bien que la incapacidad para conciliar el sueño tiene diferentes causas, en mi caso es un aviso contundente de la edad y, por eso, es un lapso en el que decido perderme entre recuerdos. Entonces no aludo sólo a un achaque, sino al estadio emocional que deja comprender que tenemos más pasado que futuro y por ende más nostalgia que ilusiones aunque, vaya ironía, entre las remembranzas yo persigo otras realidades que no había contemplado, y eso me ilusiona. Definitivamente disfruto el insomnio.
Desdeño los inconvenientes físicos de no dormir temprano ni las horas necesarias (ustedes los conocen bien), porque son consecuencias menores de algo más relevante y vital: entre la medianoche y la madrugada se halla el único intervalo del día en el que estoy a merced de mi propia voluntad. Soy libre. No me sucede lo mismo al leer, por ejemplo, y no me refiero a las dificultades para concentrarse sino a depender de la creatividad del escritor –entre ésta de sus caprichos–, incluso, y esto no lo soporto, a la estructura de la narración que le confiere a los personajes vida propia, para ello prefiero recrear mis propias viscitudes. Hace poco abrí una novela de Javier Marías, me parece que se llama Enamoramientos, y le di varios rodeos a la afirmación de uno de los personajes que me dejó aturullado desde la primera vez que la leí, se llama Miguel de Desvern: “siempre fue muy consciente de que si estamos aquí es por una inverosímil conjunción de azares, y que del término de eso no se puede protestar. La gente cree que tiene derecho a la vida”. Yo, en cambio, creo que si estamos aquí es para aceptar que tenemos derecho a construir nuestro propio pasado, a llenar nuestra vida de recuerdos.
Desde muy joven me gustó La Sonora Matancera y, en especial, Daniel Santos, en particular “Tú me huyes como la noche huye del ayer”; aunque me gusta más cómo la canta Toña, la “negra”, lo que me importa es que mis noches no huyen del ayer sino que, por algún extraño aquelarre, convocan al pasado luminoso, por lo que, junto con Van Gogh, “a menudo pienso que la noche está más viva y más rica de colores que el día”. En el lienzo de mis recuerdos asiduamente dibujo mi propia niñez e incluso a veces la invento.
Pero por favor disculpen, he sido descortés con ustedes. Me presento como es debido. Me llamo Rosendo. Como ven, soy de mediana estatura, en unos días cumpliré 58 años, enviudé hace diez, al morir Mercedes y desde entonces dejé de fumar (aunque todavía extraño los Del Prado). No tengo hijos y la paso tomando café todo el día. Vivo en el Distrito Federal, en el departamento 13 de uno los dos edificios que están en el Callejón de la Amargura; el número 16, que es el más alto. Trabajo en el área de contabilidad de una compañía de seguros en avenida Reforma a un lado de la Diana Cazadora. Mis compañeros me llaman “Chendo”, están acostumbrados a mi rostro amodorrado (escondido entre gafas para la miopía) y yo estoy acostumbrado a su persistente chacoteo, los comentarios tras cada francachela de fin de semana y al cretino de mi jefe que nos vigila a cada instante y que a los treintaiseis años se comporta como si fuera de veinte; todo el día se atusa el bigote mientras recorre nuestros escritorios y escruta las posaderas de Jesusa, la secretaria del departamento de ventas, que las mueve todo lo que puede en busca de alguna recompensa salarial. En realidad, no me importa lo que pase en la oficina, me prefiero cautivo de los caprichos de la memoria insomne.
Escribió Francisco de Quevedo:
(…) con soledad entre las gentes verse
y de la soledad acompañarse;
morir continuamente, no acabarse,
perderse por hallar con qué perderse;
Me seducen los prolegómenos del sueño porque la soledad busca en donde perderse. Esos momentos son cuando las remembranzas vagarosas adquieren la precisión que poco a poco acometo entre chispazos de memoria y requiebres lúdicos que modifican las historias.
Miren ustedes, hace varias semanas jugué a recordar la gran inundación de la Ciudad de México de 1951, escribo jugué porque apenas tenía un año de nacido y porque más bien hice memoria de lo que mi papá me contó: los chacualeos de la gente en el barrio de la Merced (que así se llama porque ahí existió uno de los conventos más importantes de la orden mercedaria), las banastas de frutas surcando entre el lodo y el piafar de los caballos belfos, azuzados con las trallas y los gritos. Otras veces regreso al terremoto de 1957 y vuelvo a observar a mi abuela Talita, triste porque el cine Encanto Caso se desploma, pero la imagen más fresca de todas es la familia que comenta la caída de la Victoria Alada y agradece a dios que no se cayera la Torre Latinoamericana (erigida apenas un año antes, siendo la más alta de la ciudad hasta 1972 cuando se construyó el Hotel de México). Desde luego también regreso a los terribles sismos de 1985 y así ando el tiempo hasta que, paulatinamente y casi sin darme cuenta, me pierdo en los resquicios de alguna callejuela, oyendo al señor del pandero y su osa Martina en las laderas de Bolivar cuando no en la butaca de algún cine como el Regis viendo “El rincón de las vírgenes”, de Alberto Isaac o, como me ocurrió antier, atravesando el puente de la Mariscala, para sortear una avenida que antes se llamó Aguas, luego San Juan de Letrán, en una parte, y Niño Perdido, en otra, y que ahora es el Eje Lázaro Cárdenas.
Llegar a mi departamento los viernes casi siempre es un engorro. La gente está amontonada como una bolsa de cacahuates, una diáspora folclórica animada por la fiesta. Hay mariachis, tríos, grupos norteños y jarochos (“El cascabel” en arpa suena mejor que con la quena, digan lo que digan). Las bebidas corren como requinto de guitarra entre vasos de plástico y botellas adulteradas; uno de los lugares famosos es la pulquería “La Hermosa Hortencia”, fundada en 1936, o el Tenampa en 1925, casi desde que la Plaza Garibaldi tiene ese nombre desde 1921 en honor de José “Peppino” Garibaldi, nieto de don Guiseppe del mismo apellido y combatiente en la Revolución junto con Francisco I. Madero (esta plaza, por cierto, se sitúa en el antiguo barrio prehispánico de Texcazonco y antes de Garibaldi se llamó “El baratillo”, donde se vendía comida, trebejos y ropa usada).
Les decía, no es fácil andar por esos lares en la noche, también por la vendimia de alcohol, ponchos y gardenias tristes, además por los drogadictos que inhalan solventes en una bolsa de plástico –resistol 5000 o tíner en un cacho de estopa– o atizan la bacha. También están las suripantas del Tlaquepaque y las hurgamanderas de la esquina de San Camilito a lado del mercado de comida donde a mediados de los cincuenta del siglo pasado la autoridad juntó a los puestos de comida –birria, pozole y carne asada– y postres –chongos zamoranos, jericallas y buñuelos–. Las hurgamanderas son muy socorridas porque en el Callejón de los Locos o en La Rinconada llevan al amante ocasional y, así entre las sombras, hurgan con la boca o las manos sobre el animal desolado hasta proporcionarle el consuelo debido.
Son cerca de la diez de la noche y en el cielo azul marino se dibujan nubes como estrías; en este instante me entretiene el vaho que desprende mi murmullo: “Quién lo diría”, me digo, “en mi niñez quería ser escritor, así como Juan Rulfo o Luis Spota, y ahora soy Don Chendo, el de las carpetas de las pólizas vencidas…”.
No vale nada la vida
La vida no vale nada;
Comienza siempre llorando
Y así llorando se acaba
Por eso es que en este mundo
La vida no vale nada.
Estoy acostumbrado al zumbido de los mariachis y al canto destemplado de las heridas de amor. Los sentimientos siempre serán los mismos; aunque cada uno nos creamos el epicentro del mundo somos marionetas de ese guiñol universal. Entonces soy indiferente al dolor ajeno tanto como al estallido evanescente de la euforia. No me interesan ellos ni ese viejo merolico con quien trabajé de niño para caer por veinte centavos luego de ser golpeado por los guantes de un perro flaco que apenas podía sostenerse en dos patas; a duras penas saludo a la “Gata”, esposa del Cascarrías –un marichi gordo de edad indefinida y cabeza de coloso de Tulancingo–; la “Gata” es un esqueleto de ojos verdes, regularmente empapada de alcohol y miados, que la pasa mendigando para tomar alcohol del 96, recogiendo desechos del piso y cagando en una fuente del callejón de Montero frente a los baños Coliseo. A mi costado derecho, de lejos inclino la cabeza para saludar a Raúl Hernández, el Rúl, mi pareja en las canicas cuando niños y una de las mejores piernas zurdas que he visto para golpear al balón, y que ahora es un gran profesor de educación física.
El rito cotidiano está cerca de cumplirse al llegar a la juguería “Mi Lupita”, donde Toña me da cerveza de raíz mientras calienta en la parrilla una frugal comida que en las mañanas le doy para que meta en el refrigerador del negocio y luego de asear mi departamento por un pago semanal. Nuestro pasado común y el trajín cotidiano es lo único que nos identifica. Le calculo a Toña unos 66 años, unos ocho o diez más que yo, pero cuando nos conocimos la diferencia era formidable. Mi papá conducía un taxi y mi mamá vendía libros en la calle frente a un hospital, de modo que de lunes a viernes ella me cuidaba. Fueron días muy divertidos. Vimos telenovelas, jugamos al trompo y las coleadas y corrimos en un campo grande que es la azotea del edificio donde ahora vivo; ahí estaba el pequeño cuarto que Toña habitaba con cuatro hijos y su esposo José Luis Chávez, un policía de tránsito con expresiones de roca, cuerpo de luchador olímpico y una navaja de acero implacable.
Antonia Sánchez Muñoz, el nombre completo de Toña, nació en Jerez, Zacatecas. Era alta. Su cuerpo, blanco y su cabello, castaño largo y lacio, casi siempre sujeto de un broche arriba de la nuca. Biznieta de guachichiles y españoles, de los primeros tradujo la opulencia de carnes y de los segundos los ojos grandes y la frente amplia de los pobladores de las Canarias. Su sonrisa era espléndida, limpiaba la dentadura con bicarbonato y limón, el talle delgado y largo y era dueña de unas caderas de yegua y unos relinchos felices al corretear conmigo y sus hijos (siendo una niña de 14 años parió a su primera hija) como cuando jugamos. “Amo a to, matarile rile ro”, “El anillo está en la mano, en la mano, en la mano del señor…” o brincar la cuerda con una velocidad pasmosa (“Chile, mole, pozole”).
Toña era especialmente diestra para expurgarnos la cabeza y sacarnos piojos y liendres entre los cabrilleos del sol o durante las tardes en su cuarto mientras nos narraba leyendas. ¡Ah!, mi mente cochambrosa siempre proyectó con ella devaneos inconfesables aunque lo más cerca de eso fue cuando me bañaba en la pileta de los lavaderos y ella miraba mi pilín para advertirme que eso me lo lavaba yo, mientras cantaba, le gustaba mucho Gerardo Reyes y Cornelio Reina que aquí, la semana pasada, se le rindió un homenaje de cuerpo presente (“Mi pobre llanto se regó por todo el barrio/Y nunca comprendieron, mi pena y mi dolor”). Pero sobre todo a Toña la tengo conmigo por dos cosas: la primera es que sin ella no tienen sentido las mujeres vampiro, zombis y jinetes de terror de las películas del Santo; y la segunda son los consuelos de mis manos en su cara porque José Luis otra vez la golpeó con los puños cerrados en las piernas y le dio navajazos lo mismo en la espalda y la cintura que en el abdomen por algún supuesto mal comportamiento que nada más me hacía encoger los hombros porque yo no lo entendía. En eso pienso cuando, al terminar mi cerveza, Toña me da la bendición para que me vaya a descansar porque ella aún estará hasta la madrugada.
A veces creo que las certidumbres nos revitalizan, me digo otra vez a mí mismo a un lado de mi cama y de una lámpara de luz cobriza, sentado en una pequeña silla austriaca mientras sobo mis rodillas con alcohol y mariguana –cada vez sufro más al subir los cuatro pisos– y preparo mis recuerdos para el insomnio de hoy. Reconozco que seguido me aprovisiono de los ajenos para divertir al pensamiento o vivir otras vidas. Por ejemplo, la de mi difunta madre, Sofía Hernández, cuando erró siendo casi una niña por la colonia Guerrero porque vendía lavadoras hasta que se lió con mi padre, Eladio, que vendía colchas en mensualidades. En particular detallo las andanzas de Sofía por las veredas de Correo Mayor donde se aprovisionaba de ropa interior para vender en La Lagunilla.
Ah, esa calle –advertía–, entre las más viejas de la ciudad, que antes se llamó Vinagre y luego Del Indio Triste. Y de ahí me desperdigo a la leyenda que cuenta con tan graciosa precisión Artemio de Valle-Arizpe sobre aquel indio gallardo al que le dominaron los efectos del pulque y las caricias de aquellas barraganas que revoloteaban entre la miel de las comodidades que obtenía de los representantes del Virrey a cambio de que él les advirtiera de cualquier conspiración contra ellos promovida por los indios o de la desobediencia que consistía en rezar a sus dioses que ponían bajo la tierra donde estaban los símbolos católicos (lo mismo hacía el propio oidor, rezaba a Cristo en público y en privado se cagaba en él). La historia la sabemos, embebido a la flor del berro el indio ignoró la ejecución de una conjura y el Virrey descargó su furia contra él hasta humillarlo con los dicterios más soeces y las condiciones pobreza más humillantes, entre escupitajos, malas miradas y boñiga, lo que postró para siempre en cuclillas al indio en la esquina de una propiedad que fue suya en los tiempos de fortuna y vida licenciosa, hasta que murió y fue enterrado en una Iglesia de Tlatelolco.
Otras veces, vuelvo a los juegos de futbol en la calle de Honduras, también en Garibaldi (lo hago los viernes, sobre todo, porque si el entusiasmo me lleva a mirar una mañana al alba puedo permanecer tirado en la cama pues no tengo qué hacer durante el día). A veces anoto cosas interesantes porque, como dijera Octavio Paz, las palabras son el único testimonio de la realidad, y luego las recuerdo. Por ejemplo en este instante que juego en la calle puedo recordar que, según Luis González Obregón, casi al cierre de la época colonial la calle se llamó “De la lagunilla de Pitzocalco” y el recoveco como de 12 metros de ancho que está a un lado se llamó La Carnicería, para luego ser el Callejón de la Amargura donde ahora vivo (al escribir esto, a veces me da la impresión de que rescato los recuerdos de otros que no vivieron en mi época y que ahora se encuentran desbalagados). Bueno pues con digresiones como la antedicha y una jarra de agua paso la noche en vela, ayer fue con mis pantalones cortos como el guardavallas del equipo siendo el “Tarzán” Palacios, antier en la Plaza Santa Cecilia entre la chimisturria de los maleantes que fueron mis compañeros en la primaria Luis Murillo, allá en la calle de Incas número siete y hoy quiero que sea entre la gente que disfruta del espectáculo del Teatro Blanquita porque ahí canta María Victoria: “Ay qué divino, qué divino es quererte/Y tener la suerte de ser en tu vida/Una obsesión/Ay, ay, vivo el destino”.
En Mercedes casi no pienso porque su ausencia me desvencija, y uno elige sus recuerdos para vivir, además creo que ella no querría estar en mi cabeza con los estragos del cáncer que me la arrebató como un zarpazo en tres meses, y aunque el amor tiende coartadas siempre estoy atento para no abatirme, lo que a estas alturas de mi vida sería definitivo. Pero junto a Toña sí puedo regresar al cuarto de azotea y sus paredes pringosas a donde me recargaba para comer su sopa caliente e incluso puedo detallar la última vez que la vi, en el departamento número dos del mismo edificio donde vivo.
Toña estaba encaramada en un sillón viejo y sucio, el único mueble del cuarto donde debiera estar la sala junto a una mesita de madera corriente donde había un teléfono, un vaso de agua y el radio de pilas con el dial en El Fónografo (donde se oían quedito Los Tecolines). De haber sido una hembra de casi un metro y ochenta apenas quedaba un pedazo, delgada hasta los huesos y con los dientes como si estuvieran apunto de salirse. Fue un verano de 2011, en agosto, hacía mucho calor, pero a Toña no le bastaban las tres cobijas que traía encima además de su pantalón de algodón y su blusa del América. Mi amiga Ruth, una fantástica nadadora de 58 años, me acompañó ese día y permaneció en silencio, alejada a prudente distancia.
La memoria de Toña estaba intacta, como lo comprobé al escuchar que me nombró por mi apodo de niño, Oruga, y en seguida se disculpó, apenada, porque no tenía un sitio donde sentarnos. Me habló de sus hijos y las preocupaciones que conllevan, y yo le comenté de un pequeño libro de relatos que estoy escribiendo sobre mis desvelos y que ella era como una aura feérica para mí, vamos, una hada en todos mis recuerdos. “No te entiendo”, dijo, “pero se oye muy bonito”. Y entonces me quité mi anillo de casado, tome sus manos y tarareé “El anillo está en la mano…”, seguido de los murmullos emitidos con los labios rotos y secos. Un movimiento al intentar acomodarse descubrió en la cintura varias cicatrices de los navajazos que le había propinado su esposo; Toña advirtió mi impresión, me miró desde un resquicio de sus ojos y luego abandonó la mirada, permanecimos unos instantes en silencio, y entonces cambié la plática para narrarle un libro que estaba leyendo y en especial la cita de un personaje: Miguel Desvern, comenté inseguro, quien “siempre fue muy consciente de que si estamos aquí es por una inverosímil conjunción de azares, y que del término de eso no se puede protestar. La gente cree que tiene derecho a la vida”. No le dije que Desvern había muerto casi despedazado a navajazos en una calle de Madrid, nada más festejé que eso no le hubiera sucedido a ella sino mucho tiempo después que un mal cuidado cáncer de mamá la había aniquilado.
Toña tenía el rostro inerte y frío (apenas se escuchan todavía los Tecolines: “Ahora y siempre serás en mi vida, eterna ilusión” ). Volví a colocar mis manos en su cara como cuando quise darle consuelo por los trancazos inclementes y le dí a sorber agua. Ella veía la nada pero estoy seguro de su lucidez. Al final, nuestros recuerdos son lo único que se queda con nosotros y son tan leales que permiten que hagamos con ellos lo que sea, como los nuestros que son los de ella y los míos juntos, “desde tu cerveza de raíz hasta cuando Santo nos salvó de los malos”, y entonces reímos en serio sabiendo que sería la última vez. De ese momento sólo recuerdo su cabeza calva estéril en mi hombro, en tanto sus dedos me aprietaban la espalda. Cada que miro esta escena comienzo a dormir y a veces sueño que cantamos juntos en la azotea mientras a mí también se me escapa la vida entre recuerdos.