Los tiempos en que la nueva del barrio se presentaba con lajas de spray en la cabeza y una rebanada de pastel para saludar a sus vecinos se han ido en la noche de los tiempos. Eran momentos en que se vivía en una especia de comuna de barrio en la que sus integrantes intercambiaban recetas, festejos y con una frecuencia que violaría el catecismo del Padre Ripalda, fluidos corporales. Las madres nos advertían de “los extraños” (por la sencilla razón de que todos nos conocíamos) y pesaba sobre nosotros la amenaza de que podría venir “el señor del costal”, una amenaza en sí misma idiota ya que ningún secuestrador usaría un saco de lona para tomar infantes como rehenes.
Las cosas son muy diferentes en estos tiempos del Señor, los vecinos son vistos con el recelo que uno tendría ante un delincuente. Hace algunos meses tuve un incidente con “el vecino” al que pasaré a describir a continuación: Hará cosa de muchos años este señor llegó con su familia a instalarse en la casa contigua a la de un servidor. Tiró la que había construido y con ánimo de galeote levantó un muro de quince metros que por supuesto no pintó porque el que lo iba a ver durante años no era él, sino yo. Sin embargo, la madre Naturaleza (Evo Morales dixit) me reservó una venganza ya que una enredadera empezó a trepar por su pared con una tenacidad notable y supongo que le pudrió el cuadro que -imagino- es de unos payasos llorando que adorna su estancia. Un día entré a mi jardín y pude observar azorado que la asistente doméstica del vecino luchaba contra la enredadera con un éxito muy magro ya que utilizaba el palo de una escoba y estimé su altura (la de ella, no la de la escoba) en 1.40 centímetros. La siguiente estrategia fue un soborno; estaba yo sentado sin hacerle daño a nadie cuando observé que mi jardinero, el señor Moisés Palestina (el mismo que hace 15 años me dice “abogado”) podaba la parte alta de la enredadera. Salí y le pregunté sobre su actividad. Se puso muy nervioso y de inmediato comprendí que había sido cooptado.
Le subí el salario
El tercer incidente fue político; cada año organizamos dos amigos y yo una celebración onomástica en mi casa (que es la suya). Estábamos arrancando cuando apareció un viejito muy raro al que le ofrecí un trago mientras él me pedía usar el baño. Como mis amigos no habían llegado asumí que era alguno de sus invitados. Este no es el espacio para describir el talante de mis amistades, bástele saber, querido lector, que se expresan con la misma elegancia que un natural de Alvarado Veracruz. En el preciso momento que Manuel contaba el chiste del perico manco, el anciano me preguntó: “¿Esta no es la fiesta de los amigos de Creel?” Comprendí que era el festejo del vecino que en ese momento descubrió su verdadero talante.
Finalmente hace unos meses hicimos pastorela y posada y mi amigo Enrique trajo una provisión de cohetes que probablemente compró en Afganistan, lo suyo no es la puntería ya que uno de ellos, como si fuera dirigido por mis malos pensamientos, fue a alojarse en la cochera vecinal causando un modesto percance. Mi vecino llegó a tocar la puerta, venía en pantuflas y su aspecto era el de un panista enojado. Me disculpé, pero de nada valió, se fue muy molesto diciendo: “ya sé que usted organiza fiestas de paga”. Fue lo primero que le agradecí ya que descubrí que no era una mala idea que estoy valorando.
En fin, el hecho es que mi enredadera crece oronda, el señor Palestina atiende diligente su trabajo y un servidor reflexiona sobre la importancia de la vida vecinal que desde mi modestísimo punto de vista debería seguir la máxima de ocuparse de los asuntos propios e ignorar los ajenos. Francamente no tengo el menor ánimo de ir a pedir una tasa de azúcar y que me abra la puerta Santiago Creel. Creo que preferiría pasar un mes en una lancha con la maestra Gordillo y francamente no se trata de eso.