El 3 de julio de 1941, George Orwell señalaba en su diario de guerra que un ejemplo de la superficialidad moral y emocional de sus tiempos era ver que los británicos se habían vuelto en cierta medida a favor de Stalin, pues en esos momentos se encontraba en el mismo bando contra Alemania. Si a eso sumaba los comentarios contradictorios de muchos de los seguidores del líder soviético a lo largo de los años, ironizaba al cierre de su entrada con lo siguiente:
Lo más que podemos en realidad decir sobre Stalin es que probablemente es sincero en lo individual, mientras sus seguidores no lo pueden ser, puesto que no podrían serlo, dado que los cambios de opinión del líder son a final de cuentas su propia decisión. Es un caso de “cuando Padre voltee, todos volteamos”, y presuntamente Padre se voltea porque su espíritu lo anima.
Algo similar vemos hoy día entre quienes apoyan al gobierno: pueden cambiar libremente de opinión hasta convertirse en una caricatura de quienes fueron, ya sea por creencia en el presidente o por conveniencia en cuanto a sus expectativas laborales y económicas. No solo eso: amplios sectores de la opinión pública están dispuestos a aplaudir cosas que antes condenaban en temas como la corrupción o la seguridad, tan solo porque las hace el actual gobierno.
Sin embargo, lo peor que se puede hacer para atacar las incongruencias es señalarlas directamente. La razón: el gobierno se apoya en un discurso moral, el cual construyó a lo largo de décadas ante la incapacidad de los demás partidos para identificarlo y acotarlo. De esa forma, sus seguidores lo siguen no a partir de un ejercicio racional, sino emocional.
¿Qué significa esto para el gobierno? Siempre encontrarán justificación en lo que hace un gobierno que se apoya en argumentos morales. ¿Se asiste a una conferencia gratuita de una compañía con la que se firmó un convenio de colaboración? No puede haber un conflicto de interés, dirán, porque la causa por la que se firmó el convenio es noble y, además, agregarán, no hay un interés económico. ¿La mayoría de las contrataciones son por adjudicación directa? Se está limpiando la corrupción, pues antes los vendedores abusaban. ¿Están matando mujeres? Antes nada decías sobre las muertes, derechairo. Las excusas morales abundan, y cualquier “maroma” será válida para alguien que desea creer.
El problema con este tipo de discursos es que, al haber una justificación moral, siempre habrá personas u organizaciones que queden descalificadas en automático por ser inmorales, o por no caber en el retrato moralizante. En consecuencia, se le deja a un lado no por la validez que puedan tener sus argumentaciones, sino por quiénes son o lo que representan. Por eso el recurso constante a falacias por parte de los comentaristas oficiales u oficiosos del régimen.
En un extremo, se podría segregar por esa misma visión moral a los disidentes, pudiéndose en casos extremos negárseles derechos, reeducarlos o cosificarlos para segregarlos. La historia está repleta de casos similares, donde el inicio fue un discurso moralizante.
¿Qué hacer? Si reconocemos que la moralidad busca brindar certezas, lo peor es contrastar la creencia de quien se apoya en este tipo de discursos; toda vez que ya se ha vuelto impermeable a todo cuanto pueda resultarle incómodo o confrontante. Esto incluye señalar las incongruencias en las que caen.
Podría haber una salida, pero es lenta y requiere más de la responsabilidad de cada individuo: retomar un discurso ético. Si la moralidad es colectiva e impuesta de manera vertical, la ética duda de todo y busca que cada persona tenga sus propios referentes de acción a través de lo que cada quién considere lo bueno. Ante la pretensión de vender certezas inamovibles de la moralidad, la ética duda por sistema y se construye a través del contraste y la calibración. A partir de ahí se puede tejer lentamente un nuevo discurso de comunidad.
¿Qué recomiendo para leer? Lo que encuentren de Václav Havel, especialmente sus Cartas a Olga.