sábado 18 mayo 2024

Los prólogos: ¿pretextos para la reflexión o artefacto literario?

por Rodolfo Lezama

“Un lector fervoroso –decía un querido amigo– debe saltarse los prólogos. Yo lo hago religiosamente, por costumbre, cuando empiezo un libro”. Debo confesar que si bien nunca compartí esa práctica –soy apasionado lector de prólogos y prefacios– más de una vez pasó por mi mente lo inútil de esa práctica, pues la razón detrás de saltarse los prólogos tenía una lógica impecable: “no quiero predisponer mi lectura a la visión del prologuista”.

Sin embargo, para persistir en mi necedad yo hacía una nueva pregunta: ¿qué ocurre si el autor de la obra es quien escribe las palabras liminares, también hay una interpretación excesiva o, por el contrario, una guía cierta de lectura que permite observar las motivaciones del autor, las cuales siempre podrán ser confrontadas con la lectura propia? Habrá que averiguarlo.

En cuanto a los prólogos, sería difícil ubicarlos temporalmente o delimitar sus circunstancias o características específicas sin caer en involuntarios yerros, pues cada teórico tiene su concepto de lo que es un prólogo y, en esa medida, de lo que no lo es. Sin embargo, hay cierto acuerdo en que los antecedentes más lejanos del prólogo, al menos en la cultura occidental, son las palabras introductorias que incluían las obras dramáticas (tragedia y comedias) en la antigua Grecia, para hacer una breve descripción y sinopsis de la obra, que tenía por propósito presentarse ante un público.

Más allá de la teoría, el prólogo ha sido un espacio propicio para hacer una presentación de un libro, analizar su contenido o poner en perspectiva la obra de un autor y, aun, hacer una comparativa con su obra del momento, en una palabra: reflexionar acerca de la obra literaria.

En este plano, quisiera insistir, que a pesar de las reglas canónicas sobre la forma en que se diseña un prólogo, como una reacción al estatuto jurídico de la literatura, esta pieza literaria se convirtió en un raro artefacto experimental del que se han servido algunos escritores para incluir una obra artística diversa a la principal de forma paralela, dando un espacio al juego creativo, un pretexto para la reflexión o una advertencia al lector que se cerca a un libro con el objetivo de anticipar sus opiniones y puntos de vista, pero, también, de obtener antecedentes, complementos o corolarios que, por razones inexplicables, no fueron incluidas en el cuerpo del libro, pero que pueden añadirse a él a manera de breve impasse o de larga acotación y, como la nota a pie de página, agrega, descompone, construye o desvía la atención del lector de una idea de continuidad a otra, la cual tiene por único propósito hacer un cambio de ritmo o abrir la percepción de quien se acerca a nuevas realidades, ya sea dentro de los límites de la obra o trascendiendo todas sus fronteras, y accede a un diapasón de sentido donde la vibración metálica produce tantas ondas magnéticas y sensaciones físicas o emotivas, como la escritura en una mano.

En ese contexto es imposible hablar de todos los prólogos relevantes que se han escrito a lo largo de los años, pero, acaso, es posible incluir aquellos que por su valor considero merecen una mención, aunque sin orden ni método, y sin el ánimo de trazar una línea en el tiempo, solo reconocer su valor como herramienta para hacer literatura.

Destaco, en ese sentido, el prólogo que escribió Don Juan Manuel al Conde Lucanor, que no se limita a explicar la motivación detrás de los cuentos que constituyen el volumen, sino que su valor se origina a partir de las perlas de pensamiento que se pergeñan como parte de su contenido. Primero, el reconocimiento de que no existe unicidad entre los hombres, sino una pluralidad que, en sí misma los convierte en seres valiosos: “aunque todos los hombres sean hombres, y por ello tienen inclinaciones y voluntad, se parezcan tan poco en la cara como se parecen en su intención y voluntad”. O bien, uno de los comentarios finales, en donde el autor subraya que la lectura de sus cuentos puede ser una medicina para el cuerpo y una forma de estar más cerca de la gracia de Dios.

En esta lógica, el prólogo pierde su naturaleza meramente descriptiva o analítica de un contenido determinado y se traslada al campo de la reflexión sobre la vida, sobre Dios, o respecto de cualquier otro tema trascendente que problematice un aspecto que amerite bucear en las profundidades acuáticas de lo humano, o bien, en seco, o en medio de tizones encendidos, internarse en las cavernas infernales o emprender, desde una perspectiva neumática, un paseo por el firmamento.

Fuera de los derroteros comunes del prólogo tradicional, Víctor Hugo en su Prefacio de Cromwell ensaya y reflexiona sobre el arte y su medida de aproximación: la poesía, convirtiendo la historia del hombre –desde su momento primitivo hasta su estancia moderna– en una consecuencia de la evolución de una poética, con su respectiva invasión en todos los campos de la vida: el arte, la política y el drama, que comienza en el lecho de nacimiento y concluye en el lecho de muerte.

Una variedad del prólogo es la que escribe el autor de la obra, que se distancia por completo de la que confecciona un especialista, un espectador o, simplemente, un entusiasta. Cuando un autor aborda el prólogo de su obra podemos esperar la telegrafía de claves y mensajes ocultos, el desarrollo y conclusión de ideas incompletas, o bien, el inicio de un viaje en paralelo al que la obra principal promete, a través de otra promesa: la de convertirse en una obra autónoma.

Cuando Joseph Conrad confecciona el prólogo de sus diversas obras emprende un reto diferente al que llevó a cabo cuando escribió sus novelas y cuentos, al trascender el margen de la historia, de la narración, e instalarse en la meditación sobre la aventura, sobre el colonialismo, sobre la personalidad del fuerte sobre el débil, como corolario para ilustrar la permanente imposición del poder ante la calma, de la maldad ante la bondad o de la estrategia ante la emoción y la naturalidad. Lo que demuestra que la reflexión no es otra cosa que pensamiento en mudanza, o bien, la traducción intelectual de la aventura en una forma de pensamiento.

En el plano del juguete literario, Borges y Macedonio Fernández han hecho del prólogo un medio de exploración que trasciende los linderos de la reflexión, de la narrativa y de la poesía, convirtiendo este artefacto del lenguaje y la palabra en una máquina donde el tiempo y la vida se transforman, las ideas se convierten en serpientes y los capítulos en cincuenta prólogos que no pretenden narrar algo en particular sino poner un dique a la vista, a la sensación y a la sinapsis, o bien construir un horizonte abierto a los ojos de un ciego, convirtiendo a la obra literaria en un pretexto para hacer disparates, explotar y contraerse hacia dentro, igual que un globo que se infla y se desinfla, siguiendo los impulsos del aliento de un dipsómano, de un loco o de un sabio.

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