sábado 18 mayo 2024

María Victoria, “La sirena de México”

por Marco Levario Turcott

Los recuerdos, casi siempre, son una emboscada del pasado. A veces asaltan nítidos e intimidantes y otras llegan opacos, tanto, que andamos a tientas para develarlos aunque al final éstos son quienes nos revelan. Por eso, y para eludir sobresaltos, trato de programar su visita. Les envío una de esas tarjetas que llamamos “Memoria” y cuando responden, generalmente en trocitos, los ensamblo. Esto tiene la ventaja adicional de que junto a los recuerdos enfilados creo o recreo otros. Digamos unos provenientes de los años 50 mexicanos, y los dibujo con un traje rebordado de lentejuelas negras que, ceñido a una mujer ondulante y hermosa, nos hace esta invitación:

Imagínate la noche, el silencio, la montaña
Y un arroyito que brota, que camina, que te canta
Imagínate que crezca y se vuelva un río de flamas
Y humedezca tus sembrados
Y fecunde tus entrañas
Me importa escribir que el poema lo compuso Agustín Lara, inspirado en los refugios más sórdidos de la ciudad de México. También me importa escribir que el vestido aquel de lentejuelas cubre a María Victoria porque estoy evocando el tiempo en el que hubo un símbolo sexual que, con su sola figura y su estilo, logró encalabrinar e indignar a un país dividido en las tradiciones y la modernidad. Me someto a sus recuerdos, lector, para hacernos una idea del sopor que, en aquel entonces, implicó el hecho de que un cuerpo femenino contundente y su voz de anhelo dijera: “Tengo ganas de un beso”, que es el título de otro poema de Lara creado especialmente para ella:

Tengo ganas de un beso
Te lo vengo a pedir
Aunque después del beso
Me tenga que morir
Los recuerdos, me digo ahora, llegan a ser actores frívolos que, en alguno de sus momentos venturosos, trascienden la nostalgia para volverse certidumbres. Cuando eso ocurre, el juego transcurre en serio, en este caso, tanto como para sostener que uno de los iconos con los que podemos reconstruir la liberación femenina de los años 50 es la cabaretera, sea exótica, rumbera o una sencilla dama que encuentra salida en los intersticios oscuros. No importa la carga admonitoria del cine de aquellos años que la implicó en la codicia o la concupiscencia y, por ello, le deparó el destino irremediable del sufrimiento y el castigo. O pensándolo mejor, importa la carga flamígera para señalar a quien rompía el molde de la moral que, en vez de inhibir con castigos divinos o futuros terribles, incentivó otros comportamientos. Porque la mujer no podía sentir sino partir o desempeñar el rol esclavizante de los quehaceres domésticos que, en aquel tiempo, significó ser “Ama de casa”:

Perdida… me llaman perdida
porque no comprenden lo que sufro yo.
Perdida… no miran la herida
que hicieron sus besos en mi corazón.
Agustin Lara también escribió ese bolero que, en su adaptación al cine, amplificó las imágenes de la rumbera Ninón Sevilla o Yolanda Montez “Tongolele”, la danzante más enigmática de las que arrojó la selva. Entre ellas, exóticas y rumberas, hubo una figura diferente, Mary o La Toya, con menos oropel y extravagancias. La intérprete de “Tengo ganas de un beso” no bailó ni tuvo un halo de misterio, fue natural, una vampiresa, y ahí detonó su irreverencia porque esa naturalidad en el escenario devino en un estilo y esas características son las que la condujeron a este Diccionario.

Cuidadito
El destino es una caja de pandora; en sus preferencias caprichosas llega a sonreir incluso a quienes no se habían deparado mayores pretensiones. Bien lo sabe María Victoria Cervantes Cervantes quien, a sus 15 años de edad y sin estudiar más que el primero de Primaria, quería ser modista o mesera. Pero iniciando los años 50 debutó cantando en Monterrey y poco después, en la Ciudad de México, ya era comodín en la carpa Margo pues le venía de familia la sangre histriónica; sus tías Mariquita y Jesús trabajaron con Guadalupe Vélez y María Conesa, sus hermanos fueron actores de teatro y su hermana Esperanza bailó para las compañías de Mario Moreno Cantinflas. Por ello no se sintió incómoda en encarnar al primer modelo de india que luego haría famoso María Elena Velasco ni le causó bronca afirmar que “La india María” fue mejor que su personaje “Paquita”.

Aquí tomo prestados los recuerdos de la propia Mary para añadir que siempre supo que las gradas la formaron; primero fue la necesidad y luego el talento, le dijo a Cristina Pacheco en una entrevista publicada en septiembre de 2001. Y es que sus raíces fueron muy modestas. Nació en una vecindad en Guadalajara y transcurrió su infancia en otra, ya en el D.F. Su padre murió casi de inmediato de cuando ella nació. Maura, su mamá, la bañaba en la pileta de los lavaderos y le jalaba las greñas para reprenderla, como cuando María le llevó un pulque más barato del que le habían encargado, para poder comprar dulces.
El punto nodal es que, una tarde, la Toya dejó los sketches, tomó el micrófono y ondeó suave como una bandera azul marino adornada de estrellas, también en el Margo y luego en el Teatro Blanquita de la misma dueña Margarita Su. Nadie podría haber adivinado que estaba naciendo un símbolo sexual, aunque “La Victoria es nuestra” proclamada por Salvador Novo expresó el abrazo que multitudes le estaban dando donde llegara, también, gracias a la Caravana Corona, la cuna del espectáculo en México que trasladó a los mejores artistas a cada rincón del país.
Mary no mostró las piernas desnudas como Ninón ni zarandeó la pelvis como “Tongolele” que ademas enseñó el ombligo. Sugirió, eso sí, y a pujidos, que la sacudieran entallada en los pronunciados escotes de la espalda o los vestidos de holanes que resaltaron la cadera zigzagueante y sobria. El grito festivo de Ninón fue en María canto manso y gemido discontínuo amplificado en la XEW radio. La intranquila cintura de “Tongolele” fue en María oleaje apacible. Así la describió Beatriz Espejo, en su libro “María Victoria. El alma en el cuerpo”:
“La Liga nunca pudo cambiarle la vestimenta ni logró que se atemperaran los acaloramientos de la gayola que incluso se aplaudía entre sí cuando alguien lanzaba frases memorables. Seguían pidiendo que caminara antes de volver al micrófono porque una de sus gracias era la sensualidad de las redondeces que su ropa se encargaba de señalar para convertirla en Venus pequeña y poderosa”.
Además de esos intentos censores, la Liga de la Decencia quiso prohibir las canciones de María con la misma vehemencia con la que, apenas en 1942, reclamó a las autoridades el haber puesto la estatua de la Diana Cazadora en la avenida Reforma, y hasta calzones le puso. Lo que logró fue expandir la figura de la fenomenal tapatía y que medio México entonara junto a ella:

Cuidadito, cuidadito
Cuidadito
Me vas a matar de un susto y no es justo
Porque yo sufro del corazón
Cuidadito, cuidadito
Cuidadito
No vuelvas a repetirme ni a decirme
Que yo he matado nuestra pasión
“¡Qué buenota estás María!”, fue el cortejo asiduo en la galería. “¡Mejor danos la espalda”, fue otro con el que pelados y fifís expresaban un sentimiento expandido en cualquier estrato social. Otros la veían como el famoso perro de la RCA Víctor, Nipper, llamado así porque “pellizcaba” la parte posterior de las piernas de los visitantes. Pero mientras la comediante Carmen Salinas se batía a duelo en albures con el también llamado “Monstruo de las mil cabezas” y “Tongolele” le escamoteaba sonrisas, María resplandecía para el público, halagada y complaciente, y proseguía sus gemidos arrugando la nariz y entrecerrando los ojos.
Una vez, cuando aún quería ser costurera, la Toya se presentó en el Teatro Follies Bergere y la gente se puso de pie para cantar con ella y seguir la figura que moldeaba al vestido que subrayaba su desnudez y la hizo ver como una de las Gracias pintadas por Rubens. Una gracia morena de melena ondulante y negra. Otra vez, cierta mujer le pinchó una nalga para verificar su naturaleza y Toña “La Negra”, al escuchar el quejido de su amiga y dueña de ese prodigio, sugirió a la suspicaz que mejor le picara las nalgas a su chingada madre, tal y como narra Beatriz Espejo.
La apoteosis de este símbolo sexual ocurrió cuando con sus acordes templados y su ansiedad dosificada en gemidos, la sirena cantó:

Pero es que estoy
Tan enamorada
Como nunca lo había estado…
Transcurrieron treinta años de presentaciones en el teatro y una sostenida estadía en la radio como no había ocurrido antes con nadie. Trabajó en el Hotel Nacional y en el Tropicana de Cuba, cantó junto a Agustín Lara que, esa noche, se comportó como divo y salió del foro unos minutos para luego regresar, disgustado por los gritos del público sobre su fealdad mientras lisonjeaba a María, quien no posó de perfil por petición del compositor. Actuó en el Patio, uno de los centros nocturnos más lujosos, a lado de Josephine Baker, con su traje de canutillo dorado y siempre imponiendo su estilo: “Es que estoy, taaan enaaamorada, como nunca lo había estado” es una de las frases más emblemáticas de la época por su fuerza de actuación y sus tonalidades, situadas por encima de las interpretaciones de Olga Guillot, su gran amiga, Amparo Montes y Avelina Landin.
No acudo a otros recuerdos porque tendría que precisar sobre su trayectoria en el cine y la televisión, y esa no es la idea. En todo caso anoto que, al despedirse los años 50, se fueron también las divas de la rumba, el exotismo y los boleros; cerraron la cortina de un país que, al final, asimiló el desnudo y la sensualidad aunque, junto con el nacionalismo, promovió la familia tradicional como el vértice de la unidad nacional y de su identidad. María se incorporó a esas familias gracias a las pantallas grande y chica. Ella, por su parte, casada y con dos hijos, aprovechó su versatilidad y actuó otros papeles. Incluso fue criada, pero bien criada que, con el nombre de “Inocencia”. En esas serie de televisión que duró más de diez años, llegó a convivir con su alter ego, la elegante artista que, todavía, fue musa de Juan Gabriel, uno de los mejores compositores de México. Además, abundan anécdotas del pozole que, cada 15 de agosto, día de las Marías, organizó en su casa junto con su esposo Rubén Zepeda durante más de 40 años. En todas ellas resalta la bonhomía de la Toya, su sentido del humor y su carisma que le permitió alternar con las mayores polendas de cualquier dispositivo de comunicación.
En el momento en que escribo, María Victoria tiene 96 años de edad. Como el tiempo arrasa hasta con los recuerdos nadie puede saber más que ella cuántos le quedan y si los ha podido seleccionar, pero uno seguramente la acompañó toda la vida y es que su familia le impidió sentirse muy chipocluda. Hay otro que me gusta imaginar que irrumpe de vez en cuando en ella: cuando, cerca de los 18 años, jugó por primera vez con su muñeca porque de niña nunca tuvo una. Ignoro cuántas tarjetas de memoria le queden, si las tiene, para evitar una emboscada del pasado, si es que la quiere evitar. Es probable, eso sí, que de vez en cuando le llegue como chispazo de luz, una tarde extraviada de los años 50, cuando el público le llamó “La Sirena de México”.

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