Del uso de YouTube como símbolo de estatus
Hace algunos meses fui invitadoa una cena especialmente elegante. Una firma de moda y marroquinería francesa lanzaba su más reciente campaña publicitaria global y, a efecto de que la prensa hiciera eco de sus sofisticados empeños, convocaba a cuatro periodistas (y sólo cuatro, privilegiados que fuimos) a cenar en la terraza de una suite hotelera de moda.
Ahí estábamos, pues, el mandamás de una revista de arte contemporáneo, la de una publicación femenina, la columnista de moda de un periódico y su atento y más bien inseguro servidor –a la sazón todavía editor de una publicación volcada a la cultura y el entretenimiento–, ataviados con nuestras mejores galas, embebidos en la efervescente conversación de los representantes de la firma de lujo pero, sobre todo, un poco bebidos de tanto (y no menos borboteante) champán. Departimos y reímos, comimos y brindamos, ciertos de que aquélla era una noche más o menos mágica (tanto como el fantasma de la cultura empresarial, evanescente pero omnipresente, podía permitírnoslo), entusiastas y casi arrogantes en nuestra puesta en escena de ingenio verbal, de glamour vestimentario, de donaire impostado, sí –probablemente en el fondo de nuestras respectivas almas anidara una preocupación por las cuentas pendientes con la imprenta–, pero tan alentado por el entorno encantado (y encantador) que acaso nos pareciera, por un momento, real.
A la champaña siguió el sushi y al sushi el pescado (las cenas elegantes suelen tener menú marítimo) y al pescado el pan de elote (los postres de las cenas elegantes, por el contrario, se antojan siempre más bien calóricos) y al pan de elote el café (que es bien visto beber pese a la hernia hiatal) y al café los digestivos y, claro, el cigarrillo final. Llegamos a la sobremesa, pues, y empezamos a hablar de política (o, mejor, de política internacional, que es lo que se hace en las cenas elegantes; y es que ventilar la opinión propia sobre asuntos internos se antoja no sólo poco elegante sino poco prudente). Puesto que había una laptop a mano –había sido utilizada antes de la cena para presentar algunas imágenes de la campaña que nos convocaba–, alguien sugirió consultar en YouTube el discurso de tal o cual precandidato presidencial estadounidense y, signo de los tiempos ciber néticos que corren, así lo hicimos. De ahí, salto lógico, pasamos a buscar un spot televisivo del mismo candidato, y luego otro, ahora de Hugo Chávez –nos venía bien el comic relief–, y casi por libre asociación un video de Javier Solís. Hasta aquí todo más o menos normal: un grupo de adultos que apenas se conoce y que se ve obligado a mantener una charla con ínfulas de diversión se sirve de la tecnología a la mano para encontrar un tema, inocuo pero placentero, de conversación. Lo notable, pues, habría de venir cuando el editor de la revista de arte contemporáneo –un tipo no sólo educado sino, como corresponde a su profesión, conocedor de lo cool y de lo trendy, de lo de moda y de lo de novedá– espetara: “¿Y ya conocen a La Terremoto de Alcorcón?”.
A decir verdad, no tenía el gusto, dado que no conocía más Terremoto que la chica a la que encarnara Barbra Streisand en una película de Bogdanovich (What’s Up. Doc?, titulada en español, precisamente, La chica terremoto) ni más Alcorcón que el suburbio que habitara alguna vez una amiga mía. Y justo de ahí resultaba ser esta chica rolliza y pintarrajeada y torpe que, embutida en un leotardo negro, unos mallones magenta y unos calzones dorados, parodiaba un avatar más o menos reciente de Madonna al contonearse en una suerte de gimnasio cutre y desgañitarse en una traducción delirante de la entonces todavía muy sonora en la radio “Hung Up”:
Taim gous bai, sou louly,
Taim gous bai, con Loli.
Taim gous bai, con Loli.
Soy La Terremoto y vengo de Alcorcón
y hoy estoy aquí de promoción.
Te vendo este vídio, nena, de aerobic;
‘Tá pensao, mi vía, para ti.
Toda aquella jeunesse dorée y vieillesse salée reunida en la fragante terraza nos quedamos sin palabras ante el espectáculo que se desarrollaba en la minúscula pantalla. La Terremoto, escoltada por dos travestis barbados, contorsionaba su flácido cuerpo mientras entonaba un canto desafinado al mínimo esfuerzo aeróbico y comía frituras de maíz de una bolsa de papel plateado. Donde Madonna, pletórica, habría repetido “Every little thing, every little thing…”, esta hija añosa y bastarda de Alaska y de Raphael –cuando menos lo parecía– se obstinaba en un mantra con laringitis:
Soy La Terremó, soy La Terremó…
Cimbrados, en efecto, nos dejó La Terremó, no tanto por cruelmente paródica o gozosamente autoparódica, graciosa o garbosa o grotesca –que todo eso es– sino, sobre todo, por novedosa, desconocida, inesperada. Y es que, si bien extravagante sin duda es Pepa Charro, mejor conocida como La Terremoto de Alcorcón, más extravagante hizo aparecer esa noche a nuestro refinado amigo editor, ya sólo por conocerla. Cosa curiosa, más distinguido también.
Esa noche comprendí que sólo los clasemedieros irredentos recurren a YouTube para ver imágenes de animalitos del bosque o videos de Daniela Romo, que no hay en estos tiempos mayor símbolo de estatus social, mejor prueba de mundanidad sofisticada, que saber qué buscar en YouTube. Así, hoy he renunciado a las citas de Cioran para triunfar en sociedad: ahora, cuando quiero apantallar al prójimo, lo mando a teclear el nombre de Mrs. Miller –mi propio y excéntrico equivalente de La Terremoto– en la ventana de búsqueda del portal de videos. Prueba, aspiracional lector, y la verás bufar y resoplar (y, sobre todo, te verás brillar).