No, no bajo un extranjero cielo ni al amparo de extranjeras alas estuve entonces con mi pueblo, donde mi pueblo, por desgracia, estaba. Ana Ajmátova / Epígrafe a “Requiem”
Vale la pena aclarar que la historia demuestra, de muy diversas maneras, que de grandes errores los seres humanos podemos sacar partido para conseguir algún avance que, por grande o pequeño que sea, relativiza el tamaño del error que lo antecede. También vale la pena aclarar que el error es un fallo genérico en la lectura de la realidad y en las acciones llevadas a cabo en consecuencia y que, como tal, todos estamos sujetos a padecerlo.
Dicho lo anterior, es entonces digno de celebrarse el error conceptual cometido el año pasado por la Secretaría Técnica del Instituto Federal Electoral, que pretendía aplicar una multa desproporcionada a Radio Calenda, de San Antonino Castillo Velasco en Oaxaca, por haber cometido 499 errores -sí, el error está en todas partes- en la transmisión del pautado de los spots asignados por el IFE para esa pequeña radiodifusora comunitaria.1 Digno de celebrarse porque, como todo error que se precie de serlo, se hizo rápidamente evidente y hubo la voluntad suficiente para detenerlo (la aplicación rasante de la ley y los reglamentos contra los sectores más desprotegidos de la sociedad es hoy, qué lugar a dudas puede quedar, un muy buen ejemplo de un error). Pero, sobre todo, porque tal error hizo evidente al interior del IFE una necesidad innegable, perentoria y que por cierto trasciende a la autoridad electoral: la de comenzar a incluir en las reglamentaciones y legislaciones vigentes en materia de comunicación a todos los actores y sectores que toman parte en eso que se legisla y reglamenta. Cualquier legislación o reglamentación que, por sistema, excluye nominal y/o enunciativamente a alguno de los actores a los que afecta está, sin duda, convirtiendo la omisión y el error en ley. Y eso, en cualquier sociedad que aspire a la democracia, es una de las más graves nociones de injusticia.
Gracias a este error se abre una posibilidad histórica, única: que exista por primera vez en nuestro país un reglamento -en este caso el Reglamento de Acceso a Radio y Televisión del IFE- que incluya nominalmente a las radios comunitarias. Más aún -y aún más única como oportunidad-, se abre la posibilidad de desglosar enunciativamente en un reglamento las características propias de este modelo de radiodifusión, por lo menos en lo que se refiere a su papel en los procesos electorales; de reconocer su utilidad, su rol y sus diferencias en la construcción de una sociedad democrática (empero, queda siempre la duda -razonable- de si el articulado propuesto por las organizaciones que representan a estas radios intenta agotar esta enunciación o prefiere concentrarse en el reconocimiento sectorial a secas).
Es importante señalar que las obligaciones en materia electoral provocan no pocas tensiones al interior de las radios comunitarias; no solamente por la naturaleza ciudadana, independiente y apartidista de estos esfuerzos (definición casi sine qua non que adhieren una tajante mayoría de los colectivos de radio comunitaria), sino porque las obligaciones y derechos de los radiodifusores se han reducido, de manera dramática y casi en un reductio ad absurdum al cumplimiento de una pauta de transmisión de spots que parece excluir -o por lo menos, obviar- cualquier otro rol de los medios electrónicos en el diálogo democrático. Y es en ese diálogo democrático donde, algunos pensamos, se asienta uno de los valores de participación más relevantes de la radio comunitaria (y la imaginación podría llevarnos a agregar, incluso, todos los medios de comunicación).
Probablemente la oportunidad mayor sea ésa: la de imaginar una relación entre el IFE y los medios electrónicos en donde estos últimos no se vean sólo como “tiempo aire que hay que repartir” y el primero no se asuma como simple “garante del derecho de los partidos políticos a usar su rebanada”. Esta lectura de la realidad -que si fuera obra de arte se merecería el adjetivo “minimalista”- se desarma rápidamente cuando, por ejemplo, un radiodifusor comunitario indígena se debate entre el cumplimiento llano de la ley (que lo obliga a pasar spots de partidos políticos en ocasiones incluso en un idioma que no es el de su comunidad) y el respeto de las decisiones asamblearias y su inclusión como actor social en una comunidad regida por usos y costumbres (que en la mayoría de las radios comunitarias indígenas no es sólo una aspiración, sino parte fundamental de su agenda organizacional, editorial e informativa, así como de la identidad de las personas que hacen la radio). Podría argüirse incluso una tensión de tamaños constitucionales en esos casos específicos pero, siendo honestos, ¿no podría subsanarse un problema así si el reglamento reconociera, de manera clara, las diferencias orgánicas y de contexto a las que se enfrentan las radiodifusoras comunitarias indígenas? ¿No es el reconocimiento de lo diverso una de las más básicas obligaciones que deberían tener los garantes de nuestra democracia?
Afortunadamente, los medios comunitarios no son distintos únicamente por ser pobres. Muchos lo son, y en esa diferencia no sólo se evidencia su origen sino también las muchas circunstancias de desventaja -provocadas por tantas y tan vastas omisiones reglamentarias y legislativas- a las que se enfrentan en su cotidianidad. Esta característica, sin embargo, no les exime de tener obligaciones; y cuando esas obligaciones se enfrentan con lo político electoral se tocan fibras muy sensibles. No han sido pocas las ocasiones en las que he escuchado a personas cabales y honestas que administran medios comunitarios expresar un urgente interés por que su radio “no se meta en política”. Más allá de que esta aspiración sea éticamente insostenible -dado el carácter social de la labor de la radiodifusión, que es política en tanto busca resonancias en la esfera de la opinión y de la acción públicas-, abre también un debate necesario en cuanto a las contribuciones prácticas y abstractas que las radios comunitarias hacen, o deberían hacer, al diálogo democrático. La inclusión de actores sociales más diversos en el ámbito de la opinión pública, la revisión de agendas sociales descuidadas por los medios públicos y corporativos, la inclusión de un análisis más participativo de las plataformas políticoelectorales (y, por qué no, de las propagandas que las sostienen), el desglose informativo para el voto razonado, la promoción de debates entre candidatos políticos en el ámbito local y regional, son sólo algunas de las muchas cosas que podrían debatirse, enunciarse y promoverse en una relación entre la autoridad electoral y la radiodifusión comunitaria que trascendiera al spot. Conociendo a los radiodifusores comunitarios, es casi seguro que no buscarían evadirse de esa clase de debate y compromiso sino que, sin duda, buscarían promoverlo y hacerlo propio.
Una aportación a la democracia participativa como la que, durante muchos años, ha llevado a cabo Radio Teocelo con su programa “Cabildo Abierto” es hoy innegable y se erige como un modelo deseable para cualquier tipo de radiodifusión, particularmente para la comunitaria (de la cual surge). Hoy, en la práctica, muchas de las radios comunitarias del país se echan a la espalda el trabajo de abrir micrófonos, proponer debates (a los que, por cierto, muchos candidatos locales se dan el lujo de no asistir), recabar opiniones a pie de calle, dialogar y/o corretear a los servidores públicos para que informen a la ciudadanía, establecer coberturas especiales en tiempos electorales e incluso pre y postelectorales, etcétera. Eso es una muestra clara de las muchas y muy diversas formas en las que las radios comunitarias quieren y, de hecho, pueden contribuir a una construcción más participativa del ideal democrático. Ahora toca llamar a quienes pueden honrar esos esfuerzos (reconociéndolos, enunciándolos, fomentándolos), es decir, a quienes pueden incluirlos donde deben estar incluidos, para que lo hagan a cabalidad y sin medias tintas. Ojalá que así ocurra.
Nota
1 https://etcetera-noticias.com/articulo/5993