Hace un par de semanas se cumplieron 50 años de la renuncia de Richard M. Nixon a la presidencia de Estados Unidos. Watergate representó un triunfo de la democracia estadounidense y de su Constitución. Las instituciones demostraron su vigor y viabilidad ante una dura prueba. Hoy, medio siglo después, esas mismas instituciones se han desgastado. En 1974, no pocos republicanos apoyaron la destitución de Nixon de su cargo porque sus transgresiones a la ley aparecían como evidentes. En las últimas décadas, los partidos se han mostrado inflexibles a la hora de unirse en torno a sus presidentes en problemas, ya sea Bill Clinton por su relación con el caso Lewinsky o Donald Trump y las acusaciones en torno a la insurrección del 6 de enero de 2021. En los años posteriores a la renuncia de Nixon, el escándalo inspiró una reafirmación de la autoridad del Congreso y la aprobación de nuevas leyes de ética, fortaleció el papel de los tribunales para restringir el poder presidencial y dio una nueva prominencia a los medios de comunicación como guardianes públicos. Sin embargo, durante el último medio siglo, esas instituciones han recibido muchos golpes en su reputación, gracias en buena medida a los implacables ataques de Trump y sus partidarios del movimiento MAGA. Una encuesta de Gallup de 2023 año pasado encontró que apenas el 8 por ciento de los estadounidenses dicen que tienen “mucha” o “bastante confianza” en el Congreso como institución. El 17 por ciento dijo lo mismo sobre el sistema de justicia.
Salvo por el escándalo Irán-Contras en la época de Ronald Reagan, nadie había puesto a prueba el sistema político post-Watergate más que Trump, el único expresidente que ya ha sido condenado por delitos (en el caso de Stormy Daniels) y el único que enfrenta aun acusaciones penales graves en cuatro casos, incluidas las acusaciones relacionadas con el 6 de enero y en el de la acumulación ilegal de documentos clasificados en la residencia de Mar-a-Lago. El exabogado de la Casa Blanca, John Dean, un testigo clave contra Nixon durante los días de Watergate, declaró el pasado 8 de agosto (justo el día del aniversario de la renuncia de Nixon) en una entrevista a CNN que los esfuerzos de Trump dirigidos a intentar torcer los resultados de las elecciones de 2020 fueron “mucho más graves, ilegales y antidemocráticos que todo lo perpetrado en Watergate”. Pero Trump, y la mayoría de sus votantes, han rechazado la comparación con Nixon. Al contrario, el magnate se presenta, y con considerable éxito, como una “víctima”. En 2019, después de que fracasara el proceso de impeachment en torno a la posible interferencia rusa en las elecciones de 2016, Trump arremetió ante los periodistas con respecto a Nixon: “Él se fue. No me voy. Una gran diferencia. No me voy”.
Nixon renunció a su cargo pocas semanas después de publicar grabaciones de la Oficina Oval que revelaron el alcance de su participación en el encubrimiento del escándalo Watergate. En medio de ese escándalo, Nixon declaró: “La gente tiene que saber si su presidente es o no un pillo. Bueno, no soy un pillo”. En la primavera de 1973, el fiscal especial que investigaba el caso Watergate fincó responsabilidades a siete asociados de la campaña para reelegir a Nixon y solicitó al presidente la presentación de las grabaciones de las reuniones en el Despacho Oval. Pero Nixon se negó a entregarlas. En cambio, argumentó que podría desdeñar la citación porque, según él, el presidente de Estados Unidos goza de un “privilegio ejecutivo absoluto” de inmunidad contra el proceso judicial. En otras palabras, Nixon afirmaba estar por encima de la ley. Pero la Corte Suprema, que incluía a tres jueces designados por el propio Nixon, rechazó por unanimidad este argumento. El Tribunal explicó que, aunque el privilegio ejecutivo puede permitir al presidente mantener en secreto cierta información confidencial en algunos casos, no puede utilizar el privilegio ejecutivo para ocultar pruebas de presuntas irregularidades legales “en virtud de nuestro compromiso histórico con el Estado de derecho”. Dos semanas después, Nixon hizo públicas las cintas, las cuales no solo revelaron la magnitud de la colaboración de Nixon en Watergate, sino también violaciones de las leyes de financiamiento de campañas.
El descubrimiento de estos abusos condujo a una era de reformas, durante la cual el Congreso fortaleció las leyes de financiamiento de campañas, creó la Comisión Federal Electoral para hacer cumplir esas leyes y aprobó leyes que requerían una mayor transparencia gubernamental. Pero en los últimos tiempos ha cambiado todo para mal. Al igual que Nixon, Trump apeló a la estrategia de hacer valer el pretendido “privilegio ejecutivo” durante su mandato. Alegó que el privilegio ejecutivo justificaba su retención de posibles pruebas de irregularidades relacionadas, entre otras cosas, con el informe completo del fiscal especial Robert Mueller sobre la influencia rusa en las elecciones de 2016 y en el intento del presidente de despedir a Mueller. Trump también intentó proteger con el mismo argumento presuntas irregularidades personales. En 2018, el fiscal de distrito de Manhattan citó a la firma de contabilidad personal de Trump en busca de los registros financieros personales y comerciales y las declaraciones de impuestos del presidente. Trump luchó contra la citación otra vez haciéndose eco de Nixon y afirmó que podía ignorarla porque un presidente en funciones debería disfrutar de “inmunidad absoluta contra el proceso penal”.
A principios de este año la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, dominada por una clara mayoría conservadora, aprobó otorgar inmunidad absoluta a la conducta que, según dice del controvertido dictamen, cae dentro de las responsabilidades constitucionales “centrales” del presidente. Eso contradice claramente lo que el tribunal sostuvo hace 50 años en el caso de Estados Unidos vs Nixon y hecha para abajo el principio de que un presidente no está por encima de la ley y debe ser tratado como cualquier otro ciudadano. Este infame dictamen afirma que “Trump es absolutamente inmune al enjuiciamiento por la supuesta conducta que involucra sus discusiones con funcionarios del Departamento de Justicia”. Esto, al hacer referencia del envío de cartas a los estados donde se afirmaba falsamente fraude en las elecciones de 2020 e instaban y los conminaba a anular los resultados. También se do el este dictamen a pesar de que la acusación del fiscal especial Jack Smith establece cómo esas conversaciones fueron parte de una conspiración general para obstruir una transferencia pacífica del poder. Peor aún, a diferencia de la opinión en el caso Estados Unidos contra Nixon, el tribunal obstaculiza al fiscal al limitar las pruebas que se pueden utilizar para refutar la presunción de inmunidad presidencial. ¡Tricky Dick estaría encantado!