La iconoclastia es fascinante, incluso estética, pero sólo si es la gente quien derriba estatuas y no se retiran por capricho u oportunismo de un gobierno demagógico. Quienes deploran ver estatuas derruidas por considerar que “se atenta contra la historia” deberían pensar que, de suyo, abatir estatuas es un hecho histórico. El arqueólogo español Alfredo González Ruibal acierta cuando nos dice: “Las estatuas no tienen que ver con la historia; tienen que ver con el poder. La historia no puede ser petrificada para siempre. Las estatuas no tienen derechos. Las sociedades son las que tienen el derecho, incluso la obligación, de recapacitar sobre la forma en la que recuerdan su historia”. En su libro Uses and Abuses of History (2010), la magnífica historiadora británica Margaret McMillan destacó la necesidad que tiene cada generación “de replantearse su pasado y buscar nuevas perspectivas para interpretarlo”, y la iconoclasia es una forma especialmente feliz de hacerlo.
Se han derribado estatuas a lo largo de los siglos. Cuando comenzaban sus reinados los faraones egipcios y los emperadores romanos solían destrozar las estatuas de sus antecesores y enemigos. Memorable fue cuando la dinastía Flavia decidió borrar cualquier vestigio monumental de Nerón y destruyó el coloso que lo representaba en la opulenta Domus Aurea. Las revoluciones francesa y rusa repitieron el ritual con los monumentos del antiguo régimen. Espontáneas en su carácter revolucionario fueron la demolición de la columna en la Place Vendôme durante la Comuna de París y la destrucción de la enorme efigie de Stalin por los sublevados de Budapest en 1956. Trujillo desperdigó por toda República Dominicana unos mil, 800 monumentos y bustos suyos, pero afortunadamente ya no existe ninguno. Más recientemente cayeron estatuas de Marx, Engels y Lenin desde Budapest a Vladivostok, e igual ha sucedido con las de Saddam Hussein y tantos más. Esto es hermoso, a su modo, porque supone una sanción aplicada a monstruosos megalomaníacos.
Hoy el mundo vive una ola iconoclasta desde el asesinato de George Floyd en Minnesota. Se trata de un fenómeno mundial. En Estados Unidos empezaron a caer las estatuas conmemorativas a los generales y políticos del sur confederado. El monumento al general Lee en Richmond era particularmente oprobioso: se había convertido en un santuario de supremacistas blancos. También en Europa empezaron a caer estatuas. Particularmente agradable fue enterarse del retiro de las del infame genocida Leopoldo II, el rey de los belgas creador del Estado Libre del Congo, donde murieron asesinados entre 6 y 8 millones de personas. Las reverberaciones iconoclastas han llegado hasta Nueva Zelanda, donde la estatua del capitán inglés John Hamilton fue retirada por una manifestación de indignados.
Pero sobre esto de derribar estatuas no existe un consenso unánime. Los manifestantes que derriban monumentos dedicados a esclavistas y genocidas son a menudo acusados de pretender “borrar el pasado”. Después de todo, y como escribiera Walter Benjamin, “no hay ningún acto civilizatorio que no sea al mismo tiempo un acto de barbarie”. Muy polémica, por ejemplo, ha sido la caída en desgracia de Cristóbal Colón. Desde mediados del año pasado han caído o sufrido algún tipo de atentado por lo menos 30 de sus monumentos en Estados Unidos y Latinoamérica. Desde luego, destaca el caso de la Ciudad de México, donde no fue una turba indignada, sino el oportunismo de la 4T, el origen del desahucio.
Lo ideal es que exista algún tipo mínimo de acuerdo ciudadano, o al menos legislativo, para proceder a erradicar un monumento. En el caso de México esto no se dio. Y ello porque juzgar la historia no es tarea sencilla. Las interpretaciones suelen variar con el tiempo y mucho tiene que ver con los cambiantes contextos en los que viven las sociedades. ¡Cómo castigar a Colón y su obra civilizadora! ¡Cómo negar homenaje a Churchill, imperialista, sí, pero también el hombre que se opuso con determinación a Hitler! Si nos limitamos a medir exclusivamente con los valores actuales, ¿llegaremos al extremo de derrumbar —por ejemplo— el Coliseo Romano o las pirámides de Egipto por haber sido construidas por esclavos?
Sobre esto González Ruibal explica que se debe saber diferencia entre los homenajes y el patrimonio histórico: “Una estatua es un elemento de propaganda. Los patrimonios históricos nos son concebidos como tal”. También muchos historiadores deploran que las discusiones públicas sobre cuestiones históricas suelan estar contaminadas de maniqueísmo y simplismos. Se exasperan al verse impotentes ante las manipulaciones de políticos profesionales. Pero asimismo es cierto que erigir o derribar estatuas son actos políticos significativos y contribuyen a definir el modo en el que las sociedades interpretan su pasado y diseñan su futuro. En su libro Pedestales y prontuarios, Marcelo Valko sostiene que nada es más peligroso que una estatua porque, en su aparente inmovilidad, en ningún momento “cesan de decir”. “Desde lo alto de sus pedestales, los héroes representados en mármol aseguran que las cosas sucedieron de un modo y no de otro. Ese tipo de arte puede ser muchas cosas, pero no inocente”. Por eso los iconoclastas nos ayudan a escrutar más de cerca a quienes son honrados por los monumentos.
“Debemos celebrar que la gente cuestione la historia, no preocuparnos por la destrucción de algunos fatuos monumentos”, sostiene la historiadora Alex von Tunselmann. Cierto, pero también lo es que las distorsiones y la demagogia aprovechan la oportunidad para hacerse presentes y de esto es claro ejemplo el caso mexicano. Toda conmemoración como toda demolición es hacer política por otros medios. Deben establecerse muy bien las relaciones entre arte y política y entre espacios públicos y propaganda. Decidir si una personalidad debe tener o no un monumento o si hay que retirarlo no corresponde a los políticos, ni siquiera a los historiadores, sino a las sociedades; de ahí la importancia de hacerlo con consenso democrático. Y las sociedades tienen también derecho a equivocarse, faltaba más, si por eso lo han hecho siempre y lo seguirán haciendo por los siglos. Les gusta caer en la tentación de homenajear a personajes a quienes las siguientes generaciones muy probablemente aborrezcan. Por eso acertó Jerzy Lec cuando nos legó aquel aforismo: “Al derribar las estatuas, respetad los pedestales. Siempre podrían ser nuevamente útiles”.