El azar laboral llevó a que recuperara una columna de Carlos Castillo Peraza. Por la forma en que lo recordé, y al leerlo de nuevo, retomé reflexiones sobre el género del ensayo, aunque no fuera el tema del texto encontrado. Resultó ser del jueves 12 de octubre de 1995, lo que me hizo querer reconstruir aquellos momentos. Había podido volver al artículo —además de por los actuales motores de búsqueda— gracias a que más recientemente, pero también hace años, un amigo —ahora muerto— recordaba que le había leído una de sus frases y el argumento que la rodeaba. Para entonces, yo había olvidado por completo el hecho y la columna, pero guardé desde entonces lo dicho por mi amigo.
La parte que él no recordaba —y que era la sustancia de la colaboración de Castillo Peraza (1947-2000)— trataba de la percepción de la realidad y de los tiempos presente y futuro. Conocí a Castillo Peraza —de formación filosófica, amigo e interlocutor de intelectuales— cuando él abandonó la política partidista. Un día lo vi caminando por mi universidad mexicana, lo abordé y me contó que daría una clase de posgrado en el departamento de filosofía; a la que terminé entrando como oyente. Aunque no dejaba de describirse como político era patente que lo caracterizaba el horizonte del pensamiento. Hasta sus escritos periodísticos mostraban voluntad de estilo. Creo que una calidad especial del lenguaje, más allá de la importancia o pertinencia de los temas, marca que al paso de los años recordemos o no algunos textos.
Sobre el ensayo como forma literaria particular hay mucho que discutir: desde lo escrito por su fundador moderno, textos clásicos del siglo XX sobre el género como los de Adorno y Musil, esfuerzos académicos como el de José Luis Gómez Martínez, así como la inabarcable variedad de los ensayos mismos, porque la sana teoría nunca se desligada de las prácticas. Igualmente hay que tratar tanto las discusiones de años recientes en países como México —que pasan por debates alrededor de categorías como la de “ensayo creativo” que enmarcan subvenciones— así como los criterios que aplican antologadores del género. Habrá que llegar a esas cuestiones, pero en esta primera aproximación quiero servirme de cómo la memoria me llevó a fragmentos para especular sobre el presente del ensayo.
Alfonso Reyes y Octavio Paz son los más destacados ensayistas de la literatura mexicana del siglo XX. En los tiempos que corren probablemente se cuestionan sus figuras, tanto por su género como por la autoridad que ejercían en la comunidad literaria y cultural. Tales observaciones pueden o no ser pertinentes. A mí, lo que me vino a la mente fueron líneas concretas de sus obras. En El deslinde (1944), el libro de Reyes sobre teoría literaria, el autor escribió el enunciado que contiene una frase que ha perdurado y es abrumadoramente citada cuando se habla del género: “El ensayo, género mixto, centauro de los géneros, responde a la variedad de la cultura moderna, más múltiple que armónica”. Decir que el ensayo es combinación de posibilidades literarias porque da cabida tanto, por ejemplo, a elementos narrativos como de especulación abstracta —propiciando actualmente derivas como las autoficciones introspectivas— se ha vuelto cliché, aunque sea realidad.
A mí lo que me llamó fue que, según Reyes, el ensayo respondería a la cultura moderna; que puede entenderse como la manera de vivir en la modernidad. Asimismo, está su caracterización de que tal época no sería armónica. Pronto puede uno adivinar que, por tanto, la cultura literaria moderna requeriría de la heterogeneidad del ensayo. Dejándolo ahí, el de Reyes es un planteamiento mecánico, pero sugerente. Implica que las formas literarias serían reflejo de circunstancias sociales. Disiento. Sin embargo, esa perspectiva no es inusual y resulta plausible en muchos análisis. Italo Calvino (1923-1985), en la que sería la primera de sus Norton Lectures —los célebres ciclos de conferencias de poética en la Universidad de Harvard— tenía planeado decir: “cuando inicié mi actividad, el deber de representar nuestro tiempo era el imperativo categórico de todo joven escritor”. Afirmo, en cambio, que más allá de posturas programáticas colectivas, ante sus entornos los autores pueden reaccionar de maneras creativas, individuales, incluso solitarias.
Recordé también “La verdad contra el compromiso”, el prólogo de Paz a Tristeza de la verdad. André Gide regresa de Rusia (1991) de Alberto Ruy Sánchez. Además del elogio al autor —“Ruy Sánchez se ha revelado como uno de nuestros mejores ensayistas”— me acordé que Paz elaboró una breve teoría del ensayo en el primer párrafo. El poeta aseguraba: “el ensayo es un género difícil. Por esto, sin duda, en todos los tiempos escasean los buenos ensayistas. En uno de sus extremos colinda con el tratado; en el otro, con el aforismo, la sentencia y la máxima. Además, exige cualidades contrarias”. Y entonces Paz enumeraba binomios de opuestos, incluyendo que el ensayo sería “ligero y no superficial”, “hondo sin pesadez”, “completo sin ser exhaustivo”, “a un tiempo leve y penetrante”, “risueño sin mover un músculo de la cara” y lo que me llamó al texto: “debe convencer sin argumentar”. No obstante, si, como ha descrito Fernando Vallespín, estamos en una época de noticias falsas, “epistemología tribal, emocionalización rampante” y, agregaría yo, de gobiernos que son aparatos de propaganda más que de políticas públicas, de filosofías claudicantes y conocimiento reducido a reels —videos cortos para incapaces de concentración— entonces, por su carga de ideas, podría ejercerse el ensayo como argumentación y encanto literario que contrarreste la ola oscurantista.
En forma alguna me refiero a ceñirse a la peor retórica académica, la de los ajenos al mundo de las ideas —aunque no conviene despreciar el rigor ni la búsqueda exhaustiva— ni tampoco a prescribir solemnidad. Por mencionar un ejemplo contemporáneo de acertada opción lúdica: en la escritura de Laura Sofía Rivero constantemente hay humor y gracia; en algún reciente ensayo, tras un recorrido que cabe describir como misantrópico, al final la voz del texto da un giro de ironía hacia sí misma, llenando el ensayo de inteligente autocrítica. Me refiero, en cambio, a la deficiencia política y crítica que presentan muchos escritos de la autoría de víctimas de la ideología del cool: ensayos que juegan a desarrollarse con supuesta desenvoltura, quizá tratando de pasar por libertad —personal y literaria— pero que al mismo tiempo están inscritos cabalmente en alguna ideología y cuyo aliviane acaso atiende sobre todo a estrategias editoriales para alcanzar públicos imaginarios. En el centro del asunto puede estar el carácter de ese rasgo literario sobre el que Calvino escribió en la conferencia que he mencionado: la levedad. El objetivo del italiano era, junto a otros “valores o cualidades o especificidades de la literatura que me son particularmente caros”, “situarlos en la perspectiva del nuevo milenio”.
Un punto de partida de Calvino era considerar “la búsqueda de la levedad como reacción al peso de vivir”, por eso tendría espacio en la literatura. Uno de los ejemplos más efectivos que usó fue el de Cyrano, de quien explicaba: “el problema de cómo sustraerse a la fuerza de la gravedad estimula tanto su fantasía que lo lleva a inventar toda una serie de sistemas, a cuál más ingenioso, para subir a la luna”. Simultáneamente habría que recordar que el aprecio de Calvino por la levedad no era doctrinal sino literario, más que postura sociopolítica era experiencia del lenguaje. Al referirse a dos clásicos romanos decía: “en ambos casos la levedad es algo que se crea en la escritura, con los medios lingüísticos propios del poeta, independientemente de la doctrina del filósofo que el poeta declara profesar”. En tiempos de oscurantismo en que los recursos retóricos tienden a ser tomados no como figuras literarias de un acuerdo temporal de lectura sino como moldeadores de la realidad, varias formas de la levedad y la ligereza son un peligro. En un mundo en que son populares los falsarios y autoritarios —perniciosos para la democracia y otras dimensiones sociales— como Boris Johnson, Andrés López, Donald Trump y tantos otros, no resulta razonable prescindir de la argumentación. Según Calvino: “hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos puede dar” y como reconocía en otra de sus conferencias Norton, “en mi elogio de la levedad estaba implícito mi respeto por el peso”. La particularidad de la literatura no es el embaucamiento, ni en otros géneros ni en el ensayo: el encanto literario puede ser lúcido.
La memoria siempre es falible. Por eso la historia requiere de ejercicios de documentación, por eso es ingenuo leer textos autobiográficos sin más que una pizca de sal: no porque sean falsos —aunque no faltan bribones— sino porque los recuerdos son siempre parte de la red que llamamos realidad, que, aunque intrincada no es inaprehensible. El ensayo sobre Gide se publicó al final de 1991. Deduzco que la presentación del libro en la Ciudad de México fue en la feria de Minería de 1992, en ese edificio del Centro. Acaso eran tiempos antes de la visible atención a normas de protección civil porque, en mi memoria, la sala estaba atiborrada; tanto que terminé sentado en el suelo, tanto que no había manera de entrar o salir de ahí.
Creo recordar que alguien entre quienes acompañaban al autor —seguramente notando que me encorvaba y estiraba a cada rato producto de mi escoliosis— terminó diciéndome, aunque fuera yo un extraño, que me recargara en sus espinillas, lo que quizá alivió el dolor. Quién fue esa persona es parte de hechos destinados a la vaga memoria personal. Lo importante y documentable es que Ruy Sánchez reflexionó sobre el género, dijo que las ideas eran los personajes de los ensayos. La idea se quedó en mí, como la de Castillo Peraza en mi amigo, el poeta José Luis Bobadilla. Por eso regresé también a Tristeza de la verdad y las líneas de Paz, con relación a nuestro presente: las ideas como personajes pueden llevar a analogías productivas.
Los personajes acartonados no suelen complacer a casi nadie que ame las historias —aunque en ocasiones y en ciertos géneros atraen multitudes— las consignas sociales y políticas, por bien intencionadas que sean, tampoco deberían aprobarse automáticamente. Ante personajes raquíticos, pero desparpajadamente enardecidos —una de las actuales formas de la ligereza— no está de más imaginar con y contra Calvino y Paz: ahora y quizá a futuro próximo, convienen personajes gordos, muy pesados, sin relación huidiza con el suelo que habitan, con argumentos ante una realidad de mentiras.
Las retóricas irracionalistas con trajes de liberación no son sólo deficientes en lo intelectual sino también falsas en lo literario, aunque estén repletas de tropos. Invaden comportamientos y discursos sociales, además de subordinar prácticas artísticas a sus lógicas, expandiéndose impune y celebradamente por el mundo. La idea de Calvino, sin embargo, era paradójica: “la levedad del pensar puede hacernos parecer pesada y opaca la frivolidad”, más aún, “la levedad para mí se asocia con la precisión y la determinación, no con la vaguedad y el abandonarse al azar. Paul Valéry ha dicho: ‘Il faut être léger comme l’oiseau, et non comme la plume’”. El desvarío no es creativo, menos aún cuando es compartido por una colectividad que pretende arrastrar a los individuos; la liricidad no es sinónimo de riqueza del lenguaje, con frecuencia es vacío. El ensayo de hoy merece ideas pesadas e individuales, las necesite o no, pues, fuera de disquisiciones, cuando convenga, sabrá emprender el vuelo.