En la campaña electoral estadounidense se ha abierto un debate en torno a los candidatos a la vicepresidencia. Para algunos Donald Trump se equivocó al escoger como compañero de fórmula al senador JD Vance, un conservador miembro del ala más dura del partido, en lugar de a un moderado, a una mujer o a un afroamericano. De acuerdo con las reglas no escritas en la selección del número dos el aspirante republicano debió haberse decantado por un político capaz de “balancear” al equipo ideológicamente o con criterios de raza o género (de acuerdo con tendencias más recientes). A Kamala Harris también la acusan de haber cometido un error al optar por Tim Walz, gobernador del muy demócrata estado de Minnesota, en vez de por algún personaje que le ayudase a ganar uno de los estados decisivos donde se espera una elección reñida, como el gobernador Shaphiro de Pennsylvania o el senador Kelly de Arizona. Este criterio convencional de escoger alguien de un estado “reñido” o “clave” obedece a uno de los mitos de la política estadounidense más profundamente arraigados: el supuesto atractivo electoral del candidato a la vicepresidencia, bajo el supuesto de que casi automáticamente suman los votos de su estado natal.
Dos politólogos expertos en el análisis de las elecciones en Estados Unidos, Kyle C. Kopko y Christopher J. Devine, desmontaron la falacia vicepresidencial en su libro The VP Advantage: How Running Mates Influence Home State Voting in Presidential Elections. En su obra estos politólogos analizan los resultados en las urnas de los comicios presidenciales de 1884 a 2012 y sacan como conclusión que la ventaja en el estado de origen de la vicepresidencia es, esencialmente, cero. El análisis hace un largo recorrido con los candidatos a vicepresidente tanto de las fórmulas ganadoras como de las perdedoras y abundan los nombres de quienes no fueron capaces de sumar a su estado natal en la columna de su partido. Personajes como Henry Cabot Lodge (1960, Massachusetts), Spiro Agnew (1968, Maryland), Paul Ryan (2012, Wisconsin), Lloyd Bentsen (1988, Texas) y John Edwards (2004, Carolina del Norte), entre otros muchos más, fueron designados para tratar de ganar en su estado natal y fracasaron. Claro, la investigación se constriñe a ese tipo de casos y no abarca a los candidatos que ganaron en su estado natal cuando se trata de entidades tradicionalmente muy cargadas al bando republicano o al demócrata y, por lo tanto, en realidad no estaban en juego.
Uno de los casos estudiados particularmente interesante es el de la selección del entonces senador por Texas Lyndon B. Johnson por parte de John F. Kennedy en 1960. El cliché indica que LBJ “entregó” Texas a los demócratas, pero según Kyle y Devine tal cosa en realidad es falsa porque según encuestas levantadas en 1960 Kennedy era más popular que Johnson tanto en el estado de la estrella solitaria como en casi todo el resto del sur del país. Muchos de los entrevistados en esos sondeos decían desconfiar de Johnson “por carecer de integridad y ser demasiado ambicioso”. Eso sí, hay algunas excepciones en esto del mito vicepresidencial. En un par de casos se ha podido constatar el triunfo de una fórmula electoral en el estado natal del aspirante a la vicepresidencia cuando se trata de una entidad reñida, pero han sido entidades con una población pequeña. Fue el caso de Edmund Muskie en 1968, quien logró ganar para los demócratas el a la sazón muy republicano estado de Maine; también fue el de Al Gore, capaz de sumar a la planilla demócrata a su estado Tennessee, propenso a votar por el GOP desde hace décadas. Pero el premio fue mínimo. Por definición, los estados que pueden ser “entregados” de esta manera tienen relativamente pocos votos electorales y existen casi nulas posibilidades de que un candidato a la vicepresidencia de Florida, Ohio, Michigan o cualquier otro gran estado de los considerados “columpio” logre ganar solo por ser su terruño. Sin embargo, en esto hay otro caso interesante. En 2000, Al Gore eligió al aburrido senador Joe Lieberman del muy demócrata estado de Connecticut como su compañero de fórmula en lugar de a la muy popular gobernadora Jeanne Shaheen de Nueva Hampshire, estado muy pequeño pero cuyos cuatro votos electorales pudieron ser decisivos en una contienda que fue tan reñida. Las elecciones presidenciales de 2000 son, quizá, las únicas en la historia en las que un aspirante a la vicepresidencia procedente de un estado chico podría haber sido decisivo en el Colegio Electoral.
Pero no solo es el tema del estado de origen. También ha demostrado ser una falacia pensar que puede ser una ventaja indispensable contar con un candidato a la vicepresidencia carismático, experimentado o de gran pericia política. En realidad, pocos candidatos presidenciales buscan un compañero de fórmula que pueda, eventualmente, opacarlos como sucedió, por ejemplo, con los demócratas en las elecciones presidenciales de 1988, donde Lloyd Bentsen demostró ser mucho mejor candidato que Michael Dukakis. Para una fórmula electoral suele ser letal que el número dos brille más que el uno. También las decisiones audaces, aquellas que buscan “sorprender” al electorado, han demostrado ser inútiles y eso en el mejor de los casos. Poco efecto electoral surtieron en su momento las designaciones de “caballos negros” como el enjundioso y radical Richard Nixon (1952), o el “joven maravilla” Dany Quayle (1988) y mucho menos la tonta gobernadora de Alaska Sarah Palin (2008). Tampoco es muy sencillo determinar a ciencia cierta cuál es el efecto de un “equilibrio ideológico” entre un moderado y un radical, o el de un equipo formado por un político relativamente inexperto con un viejo lobo. No se vio nada en concreto en los casos de Bush Sr. (1980), Dick Cheney (2000), o con los ya citados de Bentsen, Nixon o Lieberman, por ejemplo.
Quizá ha sido más importante para el éxito de un dúo electoral saber proyectar empatía, compatibilidad y alegría, como sucedió en 1992 con dos chicos sureños, Bill Clinton y Al Gore, a quienes en algunos medios llegaron a apodar como “Huckleberry Finn y Tom Sawyer”. Buena sintonía es precisamente lo que hasta hoy han logrado inspirar la pareja de Kamala Harris y Tim Waltz. Pero, tal vez, quien conoció el mejor método para escoger al compañero de fórmula fue Lyndon Johnson, quien cuestionado por su hijo sobre a quién designaría hacia las elecciones de 1964 “si a un moderado, o a un senador de Este o un alcalde de alguna gran ciudad” este tejanote maleducado contestó “hijo, no te confundas, voy a designar a aquel pendejo al que le dé una buena patada en el culo y todavía me de las gracias”.