Hace unos días se cumplieron 11 años del asesinato del escritor Guillermo Fernández. Fue un crimen cometido en Toluca, Estado de México. Fernández era conocido como poeta y traductor del italiano. A él se deben versiones de autores como Boccaccio, Buzzati, Calvino, Campana, Cattafi, Coco, Dante, Ginzburg, Guicciardini, Lampedusa, Landolfi, Leopardi, Luzi, Magrelli, Merini, Montale, Moravia, Pasolini, Pavese, Penna, Quasimodo, Saba, Sciascia, Tabucchi, Ungaretti y Zanzotto. Era particularmente querido como maestro y amigo en la comunidad literaria de México. Originario de Guadalajara, Jalisco, había nacido el 2 de octubre de 1932 y por un periodo significativo vivió alternadamente entre Florencia, Italia, y México. En los que serían sus últimos años residió en la capital mexiquense; donde por casi dos décadas impartió un taller semanal de poesía —nombrado “Joel Piedra”, en reconocimiento a ese poeta— y otro de traducción y literatura italiana en la Casa de Cultura de Toluca. La información disponible públicamente registra que el jueves 29 de marzo de 2012 Fernández fue golpeado y uno de los impactos en la cabeza fue contundente. El sábado 31, su pareja y vecinos lo encontrarían atado de pies y manos, con la cabeza fuertemente envuelta en cinta canela.
Leer y saber de la pena de los cercanos a Guillermo Fernández me ha hecho pensar en cómo habríamos reaccionado muchos, si el ultimado fuese otra persona. ¿Qué sentiríamos si el asesinato no hubiera sucedido en Toluca sino en la Ciudad de México? ¿Cuál sería nuestro horror si él o los criminales no hubiesen entrado en la casa de Fernández, sino que hubiesen burlado la seguridad de las Torres de Mixcoac e invadido uno de los departamentos? A más de una década, ¿qué sufrimiento persistiría en nosotros si se hubiese encontrado amarrado y silenciado al poeta Hugo Gola? Pronto noté que el ejercicio era inútil: en México decenas de miles de familias y gente cercana —de todos los ámbitos— padecen que alguien amado haya muerto, o desaparecido, por acciones criminales. Ni siquiera es extraño que los perpetradores estén plenamente identificados, pero aun así no ocurren las consecuencias legales procedentes.
Se trata de circunstancias que podrían ser superadas, pero en las que nos estancamos por décadas o, probablemente, desde que este país existe. Casos como el de Fernández, un hombre de letras quien en su juventud se dedicó también a la publicidad —al lado de su amigo poeta José Carlos Becerra— revelan un estado prácticamente fallido que contrasta con el valor que los políticos mexicanos atribuyen a sus acciones. Las condiciones en que el cuerpo de Fernández fue hallado acaso apunten a mucho más que la reacción circunstancial de un asaltante o allanador. La escena del crimen —sin evidencia de entrada forzada, ni visible hurto de bienes y con posible muestra de convivencia previa— ofrecen elementos suficientes para una investigación que identificara al o los responsables, sin que eso haya ocurrido. En contraste, las columnas políticas son muestrario del delirio de la gente de poder en México: hay quienes desplazados de efímeras posiciones publican para no perder presencia, hay quienes simultáneamente lo hacen en varios periódicos, hay quienes continúan por décadas tras formar parte de círculos de toma de decisiones públicas. Algunos confunden sucesos intrascendentes, e incluso aburridos, con relumbrantes momentos históricos. La mayoría de los políticos vueltos escritores semanales se asumen como estadistas, pasando por alto la palpable realidad de que se han encargado de un estado casi fallido, sin reencauzarlo. La aplicación de lo que dictan las leyes no es una utopía: es realidad en cualquier país en que la convivencia es viable.
Hay también políticos columnistas que usan su espacio como trinchera de propaganda. Leerlos es atestiguar desde autoelogios —que a veces rozan el ridículo y con frecuencia lo practican a plenitud— hasta la fabricación de realidades alternativas, sin que tales políticos —quienes, a veces, se venden como tecnócratas o especialistas— estén experimentando dentro de la ficción especulativa. Quizá confían de tal manera en su desempeño —lo que probaría su incapacidad intelectual y moral— que creen factible manipular a sus lectores. A diferencia de las apreciaciones de Juan Jesús Garza Onofre y Javier Martín Reyes, quienes afirman que el personaje “no será recordado como el gran reformador de la judicatura”, las columnas semanales de Arturo Saldívar en el periódico Milenio dibujaban una transformación del sistema judicial conducida por él como presidente de la corte suprema, lo que tendría que haber implicado alguna efectividad observable (sus colaboraciones ahora afirman que él está con las buenas causas de por vida y desde la posición que le toque cumplir). No obstante, el hecho es que el asesinato del poeta Guillermo Fernández es uno de cientos de miles de crímenes impunes que muestran el fallo tangible tanto de las fiscalías como del sistema judicial. Asimismo, el crimen cometido contra Fernández impidió que, en ese momento, se cumpliera su voluntad de ser incinerado y esparcido en el Nevado de Toluca. Además, su legado —escritos y biblioteca— ha permanecido inaccesible, por años, debido a tiras plásticas alrededor de su domicilio, por la supuesta investigación basada en una inmóvil “carpeta”. Desde la muerte de Fernández han ejercido su puesto dos gobernadores mexiquenses y tres presidentes nacionales —surgidos del PAN, el PRI y MORENA— y el índice anual de impunidad en México ahora mismo, como antes, es de más de 90% anual: de cada 100 homicidios en menos de 10 de los casos se señala un presunto culpable, sin que los pocos que son finalmente acusados sean necesariamente condenados (Impunidad Cero). Se trata de un fracaso absoluto, comenzando y en buena medida por las fiscalías. Cualquiera que ha estado frente a un ministerio público o en un juzgado en México conoce de fallas radicales, distantes de elogio alguno: ningún ciudadano debería padecerlos.
El poeta y académico Roberto Cruz Arzabal —participante en el taller de Toluca en su adolescencia— me cuenta algo que revela la personalidad de Fernández: cuando alguien lo interpelaba reverencialmente como “Maestro”, su reacción era: “¡Eso lo serás tú!”. No era de quienes cultivan el desvarío del poeta como figura de adoración y prefería identificarse como traductor. Ante la ineptitud estatal mexicana, parecen sólo quedar la memoria individual y de grupo: además de su obra —sus poemas están reunidos en Exutorio (2006, editado por Hernán Bravo Varela) y Arca (2010, editado por Jorge Esquinca)— Fernández era cercano a poetas como Francisco Hernández, Alberto Paredes, Vicente Quirarte y Enzia Verduchi; participó en proyectos editoriales importantes para la poesía mexicana contemporánea como la primera fase de la colección El Ala del Tigre; coordinó la colección La Canción de la Tierra; contribuyó al arranque de Bonobos Editores —de Santiago Matías y Amelia Suárez Arriaga, también asistentes a su taller de poesía— en la que se publicó la traducción que Fernández hizo del poeta Eros Alesi (Mamá morfina); Ernesto Lumbreras ha dicho que Fernández había entregado a la editorial FCE una antología de poesía italiana que abarca seis siglos, pero aún permanece inédita (Sergio Téllez-Pon cuenta que son dos tomos de poesía del siglo XX); el traductor y poeta era, en fin, capaz de inspirar vocaciones literarias. Según cuentan, Guillermo Fernández —lejano a la dulzura— era rotundo en la expresión de sus posiciones, riguroso en la lectura de poemas de otros, pero generoso ante las diferencias; alguien que señalaba y abría puertas —incluso las que lo disgustaban— era un maestro.