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domingo 15 diciembre 2024

Ida Vitale: el documental

por Germán Martínez Martínez

Como en la vida, al hacer cine hay oportunidades perdidas. Una dificultad es —como en la vida— que resulta impreciso saber qué hacer frente a cada circunstancia… y cómo resolver cada filme. Quizá dependa del objetivo. El cine es muchas cosas: desde entretenimiento por los más variados motivos hasta actualización del potencial estético de captura audiovisual de tiempo y movimiento; pasando por muchas más, como la mera generación de empleo —en general precario y en funciones que ni aspiran a ser fílmicas— para farmacodependientes que se identifican como artistas o gente de cine. Hay que juzgar el resultado según la meta pretendida por la persona responsable y, sobre todo, por el planteamiento que la obra misma es. En este sentido, el documental Ida Vitale (2023) dirigido por María Arrillaga (1987, Uruguay), ¿merece consideración tras el descarte que he oído de él a poetas —admiradores de la colega que da nombre a la película— o de la muchacha de la pareja sentada a mi lado la segunda vez que vi la cinta, quien tan pronto terminó la proyección dijo: “¿Dónde ponemos nuestra queja?”?

Entre los lenguajes de hoy, la tradicional división de las obras de arte en sus dimensiones de forma y fondo parece noción escolar, anacrónica si no se la aborda con nuevas elaboraciones o improcedente para quienes consideramos que en obras logradas tales dimensiones se encuentran radicalmente imbricadas. Sin embargo, en la práctica hay multitud de comentaristas —de butaca, academia o prensa— que siguen guiándose por la versión más básica de esa dicotomía. Una razón de por qué se habla de obras de maneras poco sofisticadas, dividiendo contenido y forma, es por el carácter elemental de muchas obras, que no da para más; Ida Vitale se acerca a esa condición.

Vitale es una poeta nacida en Uruguay cuyo valor literario e importancia cultural podría expresarse de diferentes maneras, una útil —aunque los premios puedan o no significar algo— por socorrida y sucinta, es mencionar que ha sido distinguida con el Premio Cervantes en 2018, la mayor condecoración literaria del idioma español. El filme de Arrillaga —quien conocía desde niña y tuvo acceso a Vitale por la amistad de sus abuelos con la poeta— o bien está sólo dirigido a quienes saben quién es Vitale o da por sentado que cierto público tratará las imágenes como rompecabezas que le llevará a descubrir que la anciana es una destacada escritora al ver gente esperando un autógrafo, al rey de España en una ceremonia y a niños fotografiándose con ella.

La película tiene una apariencia borrosa contraproducente.

Es sólo alrededor de 20 minutos de iniciada la cinta —de apenas 82 de duración— que el público sin información previa puede descubrir que Ida Vitale es el nombre de quien figura en pantalla y no alguna expresión en latín o alguna otra extrañeza. Asimismo, la directora Arrillaga —quien también fungió como cinefotógrafa, guionista y editora, aunque contó con toda clase de “apoyos”— coloca pasados los 60 minutos la lectura que pidió hacer de su propia “ficha de vida” a Vitale, a partir de la solapa de uno de sus libros. Esto no es audacia sino sinrazón. La misma Vitale en algún punto habla de lo pequeño del mundo de la poesía al describir su edición como contraria a un “negocio muy brillante”, aludiendo a tirajes de 1000 y 500 ejemplares, e incluso al juguetear con que podría haber en circulación no 3000 sino apenas 17 copias de algún libro. Un público lector realmente exiguo. Por supuesto, no se trata de exigir que el documental sea informativo, pero escamotear mínimas claves contextuales no lo vuelve artístico, ni mucho menos “poético”. Las citas sin asidero corren el grave peligro de igualar la poesía y las palabras de Vitale con quejumbres adolescentes o pseudosabiduría de redes sociales: “el mundo es caótico”, “el tiempo de dudar ha terminado”, “¿algún día habrá orden?”.

Continuando con el lado del fondo, dados los 100 años actuales de Vitale —quien nació el 2 de noviembre de 1923— abordar su vejez era una opción que no por evidente debía que ser descartada. El documental no captura la vida cotidiana ni íntima de la poeta —aunque se la vea en vehículos acuáticos, aéreos y terrestres— ni documenta con suficiencia alguna su vida pública, sino que se queda en las afueras de una y otra. La falta de referentes para múltiples espectadores que desconocen a la poeta puede llevar a que el personaje del documental parezca ridículo —o infantil en sentido no virtuoso— si no es que al llano aburrimiento.

Vitale afirma que cuando lee, lo hace al azar —entre sus libros se alcanza a ver algún Material de Lectura impreso por la UNAM y alguno de otra editorial mexicana— y agrega que el azar maneja al mundo. Pero la cineasta Arrillaga no alcanzó a acercarse o supo enfrentar el azar. En vez de la opción de seguir a la poeta en su día a día o de usar tal material filmado, queda la impresión de que la directora pidió o acordó con Vitale rodar acciones probablemente montadas. Al menos ese fue el material que decidió usar. Como esas escenas tampoco son entrevistas mueven al documental a un limbo ajeno al carácter fílmico.

Ida Vitale muestra a la poeta sin capturar su vida diaria.

Por la otra parte, un primer y constante recurso formal de Ida Vitale es la aparición en pantalla de letras y palabras (más tarde también algunos versos). El dicho de la realizadora es que sería una estructura proveniente del libro Léxico de afinidades (2012) de Vitale. ¿Así la película queda vinculada con la literatura? De hecho no, aunque acaso se pretenda —de dicho— que lo haría; en realidad, la función que cumplirían los textos en pantalla permanece celosamente indiscernible (otras referencias literarias son menciones de Bergamín, Paz y las revistas Vuelta y Letras Libres). La decisión formal más evidente —y permanente a través de la cinta— es presentar las imágenes de manera borrosa (característica lograda probablemente con algún filtro, pues los elementos no están desenfocados). ¿En qué ayuda o a qué contribuye que la imagen sea nebulosa? Los fragmentos de música silenciosa pueden generar atención, como la rápida sucesión de acciones en la narrativa escrita crea en ocasiones ritmos envolventes; pero la fijación de la herramienta visual neblinosa de Arrillaga se queda en decisión arbitraria que busca pasar por elección creativa. Para espectadores sin tolerancia ampliada, la calidad de la imagen de Ida Vitale puede ser percibida como problema técnico. Es desacierto cinemático.

Rebuscando y no por encontrar algún lado bueno sino deseando lo que no hay, podría argüirse que la calidad borrosa de la imagen es subversiva por estar contrapuesta a la alta definición del cine actual, pero se trataría de una afirmación vacía pues el filme de Arrillaga con su difuminación no apunta en sentido alguno, ni se corresponde con su materia (Vitale, por ejemplo, no evidencia problemas visuales). En esto y otros factores habría que distorsionar con empeño para encontrar valor a alternativas escogidas por la directora. Sería divagar el calificar las acciones y palabras de Vitale en un jardín como evidencia de poderosa disposición observadora o suponer el que preste atención a diversos animales como muestra de suma sensibilidad; pues lejos de ser descubrimiento sería una operación en que el espectador transformaría lo visto en ilustración de prejuicios sobre qué es un poeta. Igualmente, la cámara inestable —particularmente en la entrega del Cervantes no identificada como tal— está lejos de ser experimental: es capricho y circunstancia que dificulta la visualización. El nublado de Ida Vitale no es coherente ni virtuoso, únicamente hace presente a la directora Arrillaga.

La poeta uruguaya habla mínimamente en el documental.

Se trata de una paradoja: el arte sólo es a través de la forma, pero no cualquier manipulación formal es constitutiva de calidad estética, ni siquiera cuando es virtuosa. Pero, además, en Ida Vitale la distorsión de la imagen es mecánica más que habilidosa. Las carencias comunicativas del documental provocan confusiones innecesarias: el acento de la protagonista ordinariamente conduce a diversos espectadores a suponer que la poeta sería argentina. Sin llegar a extremos emerge la pregunta sobre si Arrillaga tiene relación seria con el cine.

Al forzar las cosas —con intenciones buenas o retorcidas— uno puede pizcar cuestiones comentables en las obras. Pero eso no es crítica y, más importante, tampoco es apreciar o disfrutar las obras, sino hablar y —no infrecuentemente— parlotear. Con Ida Vitale estamos ante un decepcionante acceso al personaje, aunque quizá en las horas de material filmado —particularmente si el filtro nebuloso es removible— haya posibilidad de aprovechar el tiempo al lado de Vitale. Aunque la película de Arrillaga hace visible a la poeta para la posteridad —y si bien registra que ella detectaba la “gerunditis” e igualaba los “galicismos” con “esnobismo”— cuando lo más personal de Ida Vitale en Ida Vitale es ver cómo reiteradamente le cuelgan los lentes, es legítimo pensar que uno ha visto un documental que pudo ser una fotografía.

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