Para este momento es de sobra conocido el desplegado que firmaron 650 valiosas voces y plumas para defender el derecho a la libertad de expresión. No es urgencia menor de ninguna manera ese llamado, porque en realidad lo que se defiende no es sólo ejercer el derecho de expresarse. Lo que se defiende es el derecho de expresar opiniones propias, se defiende la libertad de criticar, de exigir. Se defiende la libertad de expresión de las ideas, de ejercer la libertad de pensamiento y expresarlo.
La defensa de la libertad de expresión no se limita a los 650 nombres que aparecen ahí. Su alcance llega a todos, para tener una idea propia y manifestarla; hoy, en la época de hiperconexión que se vive, es en el ecosistema digital donde tiene implicaciones aún más amplias.
Defender la libertad de expresión como la capacidad de manifestar las propias ideas también es defender la veracidad, la credibilidad, la confianza en lo que se expresa. Se defiende el derecho de ofrecer elementos que enriquezcan la diversidad de ideas para mantener la capacidad de discernir lo que es verdad de lo que no lo es y, en el extremo, lo que es real de lo que no lo es.
La batalla que existe en este momento, y no sólo en México, es que se trata de destruir la confianza y la credibilidad en las fuentes de información que no son convenientes a los regímenes en funciones. Se ha llegado al extremo absurdo de la resignificación de los hechos, de la historia y a la reconceptualización de términos y palabras.
Se busca que no se les crea a ciertas fuentes, nombres y medios; se pretende destruir su reputación, y además se castiga a quienes comparten su información y sus opiniones. No se puede menospreciar la gravedad, por su intensidad, violencia y alcance, de los recurrentes linchamientos digitales, en más de una ocasión instigados por los dichos del micrófono mañanero.
La escena global es grave: la información, como elemento básico de consumo masivo, no es por sí misma útil si la audiencia no tiene los elementos previos para evaluar su contenido, y a partir de su comprensión convertirla en conocimiento para que le permita la comprensión de su entorno. Así, bajo esta simple premisa, el criterio que se tiene para esa valoración queda en la afinidad, simpatía y confianza que se puede tener en la fuente que ofrece esa información. Se cree más por la confianza en quién lo dice, que en la certeza de lo que dice; eso se acepta como verdad y se usa para interpretar la realidad.
Hay de sobra ejemplos que demuestran que, en efecto, el régimen en funciones es gravemente refractario a todo cuanto vaya en contra de la narrativa oficial, la cual se busca imponer al denostar a los emisores y sus medios mientras se evaden los hechos, los datos y la información.
Pensar que esa exigencia se limita exclusivamente a la capacidad económica de quienes tienen acceso a ocupar el espacio en los medios tradicionales es tener una visión obtusa de la situación que se vive. Es creer y dar por válido uno de los tantos infundios que equiparan el ingreso a la compra de conciencias, opiniones y plumas. Tampoco se debe creer que libertad de expresión es solamente exigir libertad de prensa.
En el ambiente hiperconectado de hoy, la capacidad de acceder a medios masivos, en cualquiera que sea su formato, ya no es la única ni posiblemente la principal vía por la que se ejerce la expresión de las ideas y del libre pensamiento. Equiparar evitar o limitar el tiraje de un impreso o la difusión de un programa de radio o televisión como única forma de censura, es ver parcial y sesgadamente el problema.
El asedio a la posibilidad de expresarse es más amplio que eso. Limitar ese derecho no se restringe a silenciar a los emisores y sus medios; el ejercicio de censura ha alcanzado formas y métodos sutiles y complejos, pero no menos nocivos. Ahora el usuario habitual, que no tiene el espacio en un medio masivo ni la carrera de los 650 firmantes, tiene el mismo derecho de ejercer la expresión de sus ideas y opiniones en el ecosistema digital, en las redes sociales, y eso ha sido coartado por ejercicios amplios y coordinados de censura coercitiva.
El problema, en mayor medida, es el acoso constante, sostenido, reiterado, el incesante ejercicio de coerción y coacción a quien se atreve a disentir de la postura en la narrativa oficial.
Se busca el silencio de las críticas, anular las exigencias, pero es aún más grave: con la constante y reiterada coerción se busca sofocar el espacio del consenso y la organización, mientras se mantienen dinámicas de polarización cada vez más graves.
El centro del problema es defender la capacidad de seguir ejerciendo el derecho de usar la voz, que hoy además encuentra espacios tan diversos como las posibilidades que ofrecen las redes sociales, y donde también es perceptible el asedio que se vive.
Hagamos red, sigamos conectados. Nunca hagamos silencio, excepto sí es por voluntad propia.