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jueves 12 diciembre 2024

“Layda, la Orangután que se creyó Jaguar”

por Marco Levario Turcott

De pronto Layda Pongo salió del letargo y se irguió estirando las piernas; haciendo señas conminó a los demás a hacer lo mismo y comenzó a moverse. Con su enorme pelaje naranja rojizo, extendió sus brazos y los agitó como si fueran las patas delanteras de un felino mientras emitía un gruñido que sus labios bembones amortifuaban. La orangután tiene ojos pequeños y mejillas pronunciadas, sus mamas se mueven como dos costales de harina que juegan al sube y baja, y su movimiento busca rendir culto a un tren maya. Al escucharse los tambores con más secuencia, Layda mueve las nalgas y luego el cuerpo completo, imitando la fluidez del otorongo.

Layda Pongo se agacha y estira acompañada de varios primates pequeños. Instantes después y muy cerca de alcanzar el nirvana de la luna, sujeta el micrófono. Ofrece sus principales prendas de orgullo desde que arribó al trono tras largas y feroces luchas. La orangutan es longeva. Ha visto suficientes árboles para trepar y ha comido de sus mejores frutos gracias al huerto que le heredó su padre, un temible cacique, y desde luego gracias a las artes de la lisonja y la zalamería que desde joven practicó para congraciarse con ricos y poderosos. Sus brazos largos siempre han estado dispuestos a abrazar los frutos que sean si eso le permite adueñarse de su propio territorio y de aquello tan vital, que los seres humanos llaman impunidad.

Hay orangutanes que viven de lo que les provee la naturaleza, mangos, higos, hojas, brotes tiernos y vertebrados frágiles. Pero esta orangután es glamorosa, pretende ser reina de la jungla, sus amigos le dicen “Orangie”, y por eso somete su baile al son que le toquen. Debido a eso, en 1988, se abrió pasó en la selva de concreto ataviada de los colores del PRI cuando el partido estaba en el poder, naturalmente. Así continuó hasta que años después el dictado de la moda fue azul y su representante, un tipo torpe, simpático y barbado, le dieron la oportunidad de continuar con su carrera. Ahora mueve el cuerpo con ropajes guindas y emite sonidos tan dulces que hacen sonrojar a un azucarero y tan melosas que podrían endulzar el río Candelaria de Campeche. El rey simio se siente encantado y le lanza plátanos y frutas de vez en cuando.

“Orangie” ama la opulencia de la vida. Viste de seda aunque conozca bien aquel refrán. Alguna vez lo hizo en honor de los jóvenes de Ayotzinapa, también acicala su cabello rojizo y se inyecta tanto elixir de la juventud en los labios que éstos ya parecen metáfora de las asentaderas de otra especie de primates. Sus manos y sus pies prensibles tienen el pigmento del marfil y los brillos de las joyas. Su paladar también es vasto, no se contenta con frutos y hasta unas “campechanitas” con leche toma a la salud de la llamada “Cuarta Transformación” que encabeza el líder a quien, naturalmente, ella venera incluso hasta para danzar en honor de un tren que generó el más grande desastre ecológico del que se tenga memoria. El problema es, precisamente, que no sabe cómo mover esas manos y pies ya que buena parte de los lujos de “Orangie” han sido pagados por los constribuyentes y no porque sea la cosecha de su arduo trabajo, al contrario, donde ella ha estado siempre queda la deforestación. Debe tenerse cuidado en decir esto, vale advertir, porque la Orangután puede convertirse en hiena y atacar a quien le critique. Para ello no tiene escrúpulos en difundir y distorsionar conversaciones privadas ni en llamarle a las mujeres zorras, razones por las que ha sido reconvenida incluso legalmente.

Layda Pongo sigue bailando a sus más de 70 años de edad. Ha tenido una trayectoria prolífica de astucia, autoritarismo y adulación. Es muy probable que si su padre viviera, el Patriarca de Champotón, estaría feliz de mirar la trascendencia de su hija. Escucharla rugir como el jaguar en una danza desquiciada sería para él gran motivo de orgullo aunque para millones lo sea de oprobio.

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