El que no detecta los males cuando nacen, no es verdaderamente prudente
Maquiavelo
Es frecuente la duda-reclamo: ¿por qué toleran “los empresarios” tanta humillación? La pregunta importa y conviene contestarla, o intentarlo. En primer lugar, no hay una clase empresarial ni puede haberla en la heterogeneidad de una profesión tan amplia en una sociedad tan desigual. Tan es así que la mayoría de ellos, además de lidiar con el estancamiento, son extorsionados por criminales o por el gobierno y no piden, porque no imaginan siquiera, una defensa gremial. Los que tienen representación política, acostumbrados a pactos y obsecuencias, sólo se representan a sí mismos. Es un tema de distancias y enlaces: el poder político está imbricado con grandes fortunas construidas desde el privilegio, y lejos de empresarios pequeños y medianos a los que les va bien o mal al margen de esos cochupos, y que hoy están especialmente lastimados por la cancelación de oportunidades y certidumbres ante una arbitrariedad avasallante.
Si bien no existe una clase empresarial como tal, desde luego existen los potentados, descritos hace casi 70 años de manera inclemente por Luis Spota en su novela Casi el paraíso. Se trata de un ensayo cristalino sobre la banalidad, la hipocresía y las pretensiones de gran bacanal que se integran bien en una frase: “Cuando entré a la revolución, odiaba a los ricos. Y, ya lo ve, Dios me castigó haciéndome uno de ellos”. De ahí vienen los usos y costumbres de hoy, en algunos casos un poco más grotescos por una desigualdad más ofensiva y por las usuales degradaciones generacionales.
Acostumbrados a grillar, a presionar y a sobornar, a desprestigiar y, desde luego, a tragar camote ante el poder político en turno, en esa clase de empresarios no hay nivel para una defensa abierta de las instituciones y normas de una economía moderna; ni siquiera del “sector”, que para ellos sólo existe hasta que comienzan sus intereses individuales, ni muchísimo menos para defender una democracia y sus libertades. Se trata de una casta universal que no tiene tiempo ni lugar fijos, en la que predomina el desapego social, el derretimiento moral y la cobardía disfrazada de prudencia; siempre con el cobre a flor de piel, nunca particularmente perspicaz. En su libro La orden del día, Eric Vuillard se ocupa de cómo los grandes capitales alemanes se doblaron ante Hitler: “El mundo se rinde ante el bluff. Incluso el mundo más serio, más rígido, incluso el viejo orden, aunque nunca cede cuando se exige justicia, aunque nunca se doblega ante el pueblo que se subleva, sí se doblega ante el bluff”.
En los nuevos tiempos, los buenos empresarios serán asfixiados y serán los malos de una película mala. A los de las altas componendas, éstas les saldrán más caras. Vuillard escribe: “Es curioso cómo, hasta el final, los tiranos más convencidos respetan vagamente las formas, como si quisieran dar la impresión de que no saltan por las buenas los trámites administrativos mientras transitan abiertamente por encima de todas las normas. Se diría que el poder no les basta, y que experimentan un placer suplementario obligando a sus enemigos a cumplir, por última vez, los rituales del poder que ellos mismos están dinamitando”.
Quizá los potentados de hoy y de aquí se den cuenta. Quizá no: si el país se hunde mientras ellos prosperan será por su astucia. Con tanto dinero a buen resguardo, quizá ya tampoco importe. Entre tanta prudencia, uno sólo podría suponer.