La inminente toma de protesta de Claudia Sheinbaum me ha llevado a reflexionar sobre la historia de los “presidentes títere”. Me refiero a esos tristes personajes impuestos por un antecesor demasiado ambicioso que pretende seguir manteniendo el poder tras bambalinas una vez que se ha retirado formalmente de la Presidencia. Desde luego, en México destaca el episodio del Maximato (1928-34), con los tres mandatarios manejados a placer por el expresidente Plutarco Elías Calles, Jefe Máximo de la Revolución. Pero en América Latina hay varios casos interesantes al respecto.
En Venezuela, el caudillo Juan Vicente Gómez utilizó esa pantalla de colocar en la Presidencia a un fulano irrelevante, carente de carisma y desprovisto de fuerza política propia, con el propósito de darle un cartabón institucional a su tiranía. De esa manera apareció la patética figura de Juan Bautista Pérez, un abogadillo impuesto por el tirano (1929) en la tarea deshonrosa de fingir ser presidente. Al pobre mandatario de pacotilla la gente le llamó “Juan el bobo”. Nicaragua, durante las cuatro décadas de hegemonía de la infame familia Somoza, fue gobernada por el padre, sus dos hijos y dos títeres. De estos últimos destacó René Schick, un alcohólico empedernido quien “gobernó” impertérrito ante las acciones represivas y la corrupción rampante de los hermanos Somoza. Por cierto, los presidentes títere nicaragüenses inauguraron la modalidad de servir como un “puente” provisional entre dos miembros de una misma familia (tomar nota).
En República Dominicana, Rafael Leónidas Trujillo ejerció a sus anchas el poder por más de tres décadas, entre las cuales asomaron las figurillas de sus simuladores de oficio. Este tirano utilizó incluso a su insulso hermano, Héctor Bienvenido, para que fingiera como dizque presidente. Otros monigotes del Trujillato fueron Jacinto Peynado y Manuel de Jesús Troncoso. El último, Joaquín Balaguer, sobrevivió al sátrapa cuando ejercía dicha impostura y llegó a gobernar ya libre de la tutela del amo por un total de 26 años. En Argentina aún se recuerda el eslogan “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, de las elecciones presidenciales de 1973, cuando salió triunfador Héctor J. Cámpora (apodado “el Tío”, por ser el hermano de “papá”), sólo para durar unos tristemente célebres 49 días en el poder, durante los cuales fue constantemente humillado por el general.
Más recientemente tenemos el caso del inepto Alberto Fernández, apodado por muchos como “Albertítere”, cuya vicepresidente, la exmandataria Cristina Kirchner, jamás se tomó la molestia de disimular que era ella quien realmente movía los hilos del poder mientras impulsaba -ojo- la carrera política de su hijo Máximo.
Pero no sólo ha sido en América Latina: el resto del mundo conoce varios casos de presidentes títere. Uno muy emblemático y reciente (y, me parece, particularmente interesante en este momento para México) es el de Dimitri Medvedev. En 2008 Putin, al terminar su segundo mandato como presidente, decidió colocar a una marioneta para que le calentara un rato la silla presidencial. Con el control absoluto que tenía sobre el partido oficial, Putin lo configuró todo (manipulación de resultados electorales incluida) para anular las aspiraciones del resto de los aspirantes, de forma destacada las del entonces ministro de Defensa, Sergei Ivanov, quien contaba con popularidad y una base política personal. Medvedev le debía al ciento por ciento su carrera política a Putin y dependía por completo del presidente. Lo había nombrado su asistente cuando trabajó en la administración de la ciudad de San Petersburgo a principios de la década de 1990. Después lo llevó a Moscú para que fungiera como su eficaz e incondicional “yesman”. Más tarde, ya como presidente, Putin nombró a Medvedev jefe de la administración del Kremlin y CEO del gigante energético Gazprom. En todas estas posiciones demostró ser leal hasta el punto de abandonarse a sí mismo. Como sucede con todos estos títeres, se trataba de un hombre sin carisma, desprovisto de una base política propia, carente de popularidad, pero muy trabajador y formado para estar siempre dispuesto a obedecer sin cortapisas al jefe.
A veces, las marionetas convertidas en mandatarios despiertan ciertas esperanzas de emancipación. No faltó quienes, dentro y fuera de Rusia, esperaran que Medvedev marcara en algún momento distancias con su patrón y demostrara tener personalidad y criterio propios. Tímidamente había prefigurado en su campaña algunos valores liberales; sin embargo, nunca sucedió el destete y tuvo una presidencia gris y anodina. Alguna vez, de acuerdo con algunos “kremlinólogos”, hubo una fase en la que Medvedev trató de dejar su huella, pero duró poco. En septiembre de 2009 dio una entrevista a la revista alemana Der Spiegel donde criticó “la primitiva dependencia económica en las materias primas y la corrupción crónica de Rusia”, así como “la esfera social semisoviética y el estado de ánimo paternalista” de la población. “El comercio de gas y petróleo es nuestra droga”, también dijo en aquella ocasión. Pero hasta ahí. Muy pocas veces fue capaz de tomar sus propias decisiones. El despido del alcalde de Moscú, Yury Luzhkov, y más tarde su posición prooccidental sobre la campaña de la OTAN en Libia (que Putin criticó duramente), fueron sus únicas posiciones significativas e independientes. Todos los demás intentos de Medvedev de separarse de su mentor fracasaron estrepitosamente. Por ejemplo, quiso incluir a Rusia a la Organización Mundial del Comercio (OMC) con la esperanza de integrar al país en la economía mundial. Pero cada vez que los asesores de Medvedev eliminaban un obstáculo para unirse a la OMC, Putin, quien fungía como primer ministro, erigía uno nuevo.
Medvedev siempre se vio a sí mismo como el hermano pequeño de Putin. Durante su mandato los críticos señalaban desde la postura hasta el comportamiento y la forma como caminaba el presidente cuando estaba junto a su primer ministro. Era claro que estaba tratando de emularlo. Putin se dirigía a Medvedev por su nombre de pila mientras éste le hablaba a su primer ministro en un tono más formal. Incluso muchos notaban la forma un tanto despectiva como Putin se refería al presidente, quien se supone era su jefe (aunque nunca llegó al extremo de apodarlo “Corcholata” o de estrujarlo groseramente mientras lo besaba, supongo). Medvedev duró en su impostura sólo un mandato de cuatro años. En 2012 Putin decidió acabar con la farsa y volvió a la Presidencia, a la cual se aferra hasta el día de hoy, mientras Medvedev sigue fungiendo como el más incondicional, servil e incluso fanatizado súbdito del déspota. Lamentable suele ser el destino de los presidentes títere.