Un espíritu oscurantista hace que muchos, entre nosotros, no quieran sino que brillen unos cuantos, si son menos, mejor. No se trata de una manera de pensar, sino de una forma de administrar la vida artística e intelectual del país. En nombre de la calidad de las obras se ningunean muchas obras de calidad. En México la cultura pop no ha acabado de cobrar carta de ciudadanía entre las clases ilustradas. La razón es meramente jactanciosa aunque trate de justificarse en la defensa de ciertos cánones literarios y artísticos: las clases ilustradas desprecian la cultura pop porque se sienten por encima de ella. De ahí que por momentos parezca que la cultura pop mexicana se reduce a la bazofia que producen Televisa y Televisión Azteca. Esta atmósfera asfixiante proviene de la España de la Contrarreforma. Dominó en la Nueva España y aún nos rige triunfante. Parece que de nada sirvió que Octavio Paz la desmenuzara con brillantez. De la misma forma como silenció a Sor Juana, proscribió al propio Paz de la UNAM: tuvieron que cumplirse cien años del nacimiento del autor de Piedra de sol para que fuera invitado a Ciudad Universitaria. A despecho de sus innegables diferencias, existe un hilo conductor que une el fundamentalismo de la Contrarreforma con el fundamentalismo de las elites culturales de finales del siglo XX y principios del XXI: la abominación del aire fresco y el invencible apego a los claustros cerrados e inexpugnables. Todo indica que se trata de una rémora muy vigorosa y difícil de superar. A despecho de su visión crítica de la historia de México, Paz también sucumbió a esta tendencia de establecer jerarquías desde el enclaustramiento. Su memorable indiferencia ante la literatura de la onda lo demuestra. Él, que se propuso tener ojos y oídos para las obras relevantes de su tiempo, ignoró por completo la renovación literaria de la onda. Esa renovación sin la cual no existirían Juan Villoro, Julián Herbert, Xavier Velasco ni, muy probablemente, el Enrique Serna de Amores de segunda mano, que lejos de haber sido superado por el Serna posterior, resultó mutilado por él mismo en lo que tenía de más vivo, justamente para conseguir el derecho de admisión en esa jerarquía novohispana que sigue pasando como canon literario mexicano.
Catalina abordó a Tertuliano Fuentes cuando descendió del estrado. Como Catalina era una joven linda y voluptuosa, Tertuliano le hizo caso. Pero no pudo evitar incurrir en un mohín cuando la chica le entregó un manuscrito. Le confiaban tantos que tenía reservado un cesto de basura para arrojarlos apenas llegara a casa. Pero esta vez no lo tiró a la basura. Al menos no de inmediato. La formidable belleza de la autora lo disuadió en el último momento. Sabía que la joven lo buscaría porque se lo había advertido. Y sobre advertencia no hay engaño. En un par de sentadas leyó los cuentos. Eran magníficos. Pero no se lo diría a nadie. Mejor los descalificaría como impublicables y recomendaría a la autora inscribirse en un taller de redacción. Ya había demasiados buenos autores en la palestra, de modo que era mejor prescindir de uno más. Se impone confesarlo: la narradora jamás conoció la opinión que aquellos cuentos despertaron en Tertuliano, pero encontró la manera de convencerse a sí misma de la elevada calidad de sus propios textos y persistió, lúcida e invencible, en sus empeños literarios.
Cuando Catalina volvió a abordonar a Tertuliano, éste se limitó a recomendarle que tomara un curso de redacción y siguió su camino, altivo y dinámico, como el hombre importante y ocupado que era. Más tarde lamentó no haberla invitado a cenar, pero enseguida consideró las ventajas de restringir aún más el derecho de admisión en el mundo literario y se resignó a las consecuencias. Convencida de que Tertuliano no podía actuar sino con la generosidad propia de las grandes almas, Catalina jamás puso en duda que el escritor evaluaba su obra con criterios puramente éticos y estéticos. Incluso estuvo a punto de renunciar a su terquedad literaria. Pero era una mujer obstinada y no desistió. Al contrario: intensificó su formación en todos los sentidos y más allá. Así pasaron los años hasta que volvió a presentarse con Tertuliano Fuentes. Pero ahora no le entregó un manuscrito, sino un libro editado por ella misma. Tertuliano se lo recibió y tres semanas más tarde ofreció su veredicto: el libro no servía. Catalina no se consideraba un genio, pero sabía que no carecía de talento. Así que preguntó a Tertuliano las razones de su veredicto. No se le ocurrió ninguna. A manera de respuesta, Catalina escribió este relato que, si algo, constituye una muestra adicional -como si hiciera falta- de la enorme facilidad con que la literatura, entre nosotros, se convierte en una extensión de la escolástica de la Contrarreforma.