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martes 03 diciembre 2024

Los elocuentes Mudos testigos

por Germán Martínez Martínez

Mudos testigos es una película seria y por eso está llena de humor, por eso está anclada en la realidad —la de fragmentos del cine silente colombiano—, por eso la construyeron sus hacedores a partir de representaciones de otros, por eso es muestra de inteligencia y creatividad de sus creadores, y por eso también es ejemplo concreto para reflexionar sobre qué es lo que distingue a una película competente de una gran película.

El trabajo con segmentos sobrevivientes de películas colombianas silentes para ensamblar un nuevo filme fue idea original iniciada por Luis Ospina (1949-2019, Colombia) que continuó y llevó a su fin la dirección de Jerónimo Atehortúa (1984, Colombia). El realizador último de Mudos testigos (2023) juega con la ambigüedad de que la obra tendría cierto giro tradicional al subtitularla “melodrama en tres actos”. Así, la primera sección “Amour fou”, plantea la historia de amor entre el pintor Efraín y la dependienta Alicia, en un contexto social convulso; mientras que las subsecuentes —en un relato con cara habitual— la desarrollan y concluyen. El arranque muestra la situación de una mujer comprometida con un hombre rico (parte de la sección es también el vislumbre de Efraín de su antiguo amor “quien le fue arrebatada por un viejo millonario”). Ahí estamos en el melodrama y más significativamente en la cumplida intención de narrar.

El segundo acto, “Días de ira”, desarrolla obstáculos en la relación entre Alicia y Efraín. Hacia la mitad exacta del filme, Efraín padece un atentado a pistola que casi le cuesta la vida. Pero simultáneamente Mudos testigos despliega más que una historia. El metraje utilizado documenta la devastación por alguna catástrofe. Durante un incendio, el sonido y la distorsión de la imagen se conjugan en experimentación. Esta irrupción de cine experimental entre el cine más antiguo de una nación no es anacrónica ni “moderna” o contemporánea: es cumplir una de las sendas perdidas del cine, es vuelta al origen, actualización de posibilidades de imágenes en movimiento. Es también elemento de composición y ritmo audiovisual, transición colocada para resultar natural y derivar en salvífica pausa de silencio.

Mudos testigos cuenta una historia de amor improbable al principio del siglo XX.

La autodescripción promocional de Mudos testigos quiere identificarla como un relato que progresaría hacia lo social, acaso sugiriendo superar lo intimista como objetivo cinemático. Cuando Efraín asiste a una proyección, la construcción de un noticiario cinematográfico describe la situación de Colombia aludiendo incluso a la pérdida de Panamá. Pero al lado se consigna la muerte de Gardel y continúa la aventura amorosa del protagonista. También es de notar que en la factura de la película la grandilocuencia musical del inicio va dando paso a una refinación —a cargo de Carlos Quebrada— apenas perceptible pero efectiva, que acompaña las acciones dándoles carácter de manera sutil. La documentación de la vida social resurge: el carnaval, los toros y entre eso se retoma y complica la relación. En rigor la historia amorosa de la película de Ospina y Atehortúa es vinculación improbable: en la primera mitad del siglo XX una mujer comprometida como Alicia difícilmente podría andar en público con un hombre distinto a su futuro marido, menos aun posando para él a solas en su estudio. El relato se mantiene en su dimensión romántica con los padeceres de los amantes separados y la aparición de la amada en sueños. ¿Se trata de alcanzar algún equilibrio? ¿Es prescindible alguna de las caras de la moneda? Si están inextricablemente unidos, ¿cómo se enlazan lo social y lo individual más allá de la simultaneidad o la yuxtaposición?

“El diario de Efraín” es la conclusión del relato que adopta la perspectiva de él, cambiando la voz de los intertextos. Efraín persigue a su amada que probablemente ha sido forzada a acompañar a su prometido en su huida, para escapar de los estropicios que provocó a Efraín y la ciudad. El desvanecimiento de los personajes da pie a la naturaleza y a figurantes sin dimensión narrativa, pero con presencia. El cine silente deja de serlo con elementos como el río y los pasos de los animales. La voz que el público lee cobra importancia crucial: es su conductor a través de las imágenes. Es la voz que interpreta el trabajo infantil en clave de explotación, que descubre militarización en su país y que da continuidad al relato amoroso en persecución aérea y fluvial. Las imágenes inocuas se convierten en búsqueda apremiante. En una coda informativa sobre el cine colombiano un posible productor de antaño dice que el cine “instruye deleitando”, así como un dignatario eclesiástico expresa el deseo de un cine que sea reflejo de dios. Mudos testigos cierra con una interpretación del himno nacional colombiano.

Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa son los directores de la película Mudos testigos.

En cierto sentido el final del filme de Atehortúa y Ospina coloca al cine entre la contemplación de las garzas y la compulsión de incluir rebeldes armados. Esto da pie a referirme a dos cuestiones que considero forman parte de límites que pueden descubrirse en Mudos testigos: por un lado, el de la autoría y por otro el del carácter narrativo. El inicio de la película asienta: “esta obra fue encontrada entre los fragmentos de las películas sobrevivientes del periodo silente del cine colombiano (1922-1937)”. En efecto, es la creatividad de los directores la que ensambla fragmentos inconexos: los espectadores pueden ver estas imágenes gracias no sólo al rescate sino a la recreación que Ospina y Atehortúa hacen de ellas. El montaje —debido a Juan Sebastián Mora y Federico Atehortúa— es funcional y más que adecuado, pero en cuanto a decisión compositiva de los directores algunas secuencias son mecánicas, como que el protagonista sueñe su futuro de pareja —con dos ancianos en pantalla— o que el prometido visualice su potencial familia. La limitación es la de trabajar a partir de imágenes encuadradas, iniciadas y cortadas por otros, además de sus distintos estados de conservación. Cualquier creador cinematográfico enfrenta restricciones —a nadie le es accesible la realidad completa— aunque parezca que puede proceder a cabalidad; con esto me refiero a nuestra condición humana, no a naderías como el presupuesto (por crucial que sea). Un ejercicio como el rescate del cine silente enfrenta una añadida especie de autoría limitada en la que estos cineastas decidieron desenvolverse. El significado original de tales imágenes —como la lectura por la protagonista de un telegrama— es probablemente indescifrable. El encanto es que, gracias a sus directores póstumos —quienes se impusieron no presentar una pieza flagrantemente experimental sino una película silente— los fragmentos han encontrado su lugar y sentido cinemático. En general, quizá la autoría expandida al máximo sea lo pertinente.

Hay otro rasgo virtuoso que al mismo tiempo apunta a los límites de esta cinta. Los vestigios fílmicos cobran coherencia en Mudos testigos pues a pesar de ser imágenes sencillas llegan a generar suspenso y secuencias que hoy llamaríamos de acción. Ospina había demostrado su capacidad para narrar y argumentar basándose casi exclusivamente en su inventiva con Un tigre de papel (2007) su falso documental que cuenta la vida del ficticio artista Pedro Manrique Figueroa, entrevistando —en proceso angustiante y placenteramente confuso— a significativos miembros del mundo cultural colombiano. Pero contar historias —a pesar de su popularidad y buena recepción— apunta a ser dimensión menor del cine. Centrarse en relatos audiovisuales atrapa al público, pero no atiende a la especificidad del cine.

Mudos testigos da nuevo significado a los vestigios del cine mudo de Colombia.

La construcción de relatos es oficio que por milenios ha contado con el referente de los tres actos parodiados en Mudos testigos. Contar bien una historia se puede aprender y es tan trascendente o irrelevante como la prestancia de los actores: puede o no formar parte del peso de la película como obra de arte. Es un factor que no sintetiza ni conforma o agota lo fundamental de la experiencia cinemática (aunque a nivel personal común sea importante). Ahora bien, verbalizar qué hay además de elementos evidentes como la narración no es tarea fácil ni breve, particularmente porque las artes son prácticas dinámicas que no cesan de cambiar y tienen multitud de variaciones individuales. Pensar en términos de “la magia del cine” es tan ordinario que hasta una de las dos cadenas exhibidoras en México usa la frase como lema publicitario. En cambio, puede abordarse el asunto pensando en términos de obras de patente sofisticación —discernible a través del conocimiento del arte y su historia— y del efecto que consigue cogenerarse en espectadores competentes (de nuevo: compenetrados de esa tradición de creaciones, no con perspectiva pasajera, arbitraria o fingida). La idea es alejarse de fetichizar las imágenes en movimiento —no cualquier metraje encontrado o filmado adquiere valor por más lucidor o bienintencionado que sea su armado— para, en cambio, pensar las creaciones audiovisuales no sólo como películas que irradian sino como relación de humanidades —la de la obra y la del espectador competente— que se convierten en encuentro significativo.

Toda crítica de una película debería ser una indagación sobre la naturaleza del cine. A su vez, cada filme es una puesta en práctica de la idea del cine de cada director (en el caso de Mudos testigos ambos realizadores han reflexionado sobre el cine también fuera de sus películas). Por eso no cabe la condescendencia: lo que está en juego no son las personas involucradas —salvo en excepciones que lo ameritan o cuando el debate sale a márgenes de la práctica artística— pues lo importante es el diálogo cinéfilo. A pesar de los esfuerzos que significa la realización de cualquier cinta, la conversación sobre el arte cinematográfico poco tiene que ver con tales dificultades, con la vastedad del equipo humano, con la sofisticación de herramientas tecnológicas involucradas o con papeleos de “preproducción” y todavía menos con la venta de un proyecto o la burocrática solicitud de subvenciones (insisto: aunque esos subsidios determinen el plano práctico en algunos contexto, hay extraviados que creen que eso es hacer cine, dejando de lado lo fundamental). Los productores de Mudos testigos —como revelan los créditos— seguramente pasaron por una amplísima gama de solicitudes para financiar este proyecto, pero al final lo que cuenta para llevar a cabo la relación entre públicos y cineastas es la obra resultante y, por tanto, la responsabilidad recae en Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa. Como Efraín, cualquier pretendiente está conformado por una historia social, familiar y personal, pero su cortejada —salvo renuncia a la individualidad, que no es perversión infrecuente— no se descubre seducida por cuestiones de régimen político o detalles de traumas o virtudes genealógicas, sino por la persona que las encarna o simula hacerlo. Atehortúa y Ospina cumplieron al crear una narrativa interesante y, sobre todo, en generar una hábil y bella declaración de amor al cine; que su solicitud sea correspondida es otra cosa.

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