sábado 18 mayo 2024

El formato cortometraje

por Germán Martínez Martínez

El cortometraje ha sido, hasta ahora, un formato incómodo. Más de una vez se ha comparado la relación entre los cortos y los largometrajes con la que guardan las novelas —los largometrajes de la literatura— y los cuentos. Las novelas consagran escritores y mueven el mercado editorial; los cuentos, en el mejor de los casos, encuentran un nicho editorial y de lectores. Aunque no escasean elogios a las habilidades de sus creadores, en raras ocasiones los cuentos se convierten en referentes literarios equivalentes a las novelas. Algo semejante pasa con los cortometrajes: la larga lista de los más notables es un recuento de excepciones, no la norma de trascendencia del formato. Pocos cortos emocionan tanto como los largometrajes, al grado de parecer que el sustantivo “película” correspondería exclusivamente a éstos, mientras que los cortometrajes estarían destinados a la marginalidad. Aunque no es indispensable que así ocurra, quizá la posición y valoración de los cortometrajes esté cambiando.

En la Ciudad de México desde septiembre se han podido ver —sin otra proyección de por medio— los 31 minutos de la película Extraña forma de vida (2023) de Pedro Almodóvar tanto en las cadenas Cinépolis y Cinemex como, principalmente, en la Cineteca Nacional. No es reto menor: cierta movilización de recursos —por ejemplo, la limpieza de salas— es la misma que la requerida para una función larga. Está, además, la falta de hábito de los espectadores para asistir a proyecciones de corta duración; incluso tratándose de un director consagrado en vida. No es improbable que haya habido quejas o que, al menos, haya surgido disgusto entre personas que se sintieron sorprendidas y defraudadas al descubrir la brevedad de Extraña forma de vida. Los atareados taquilleros difícilmente habrán comunicado siempre que la obra de Almodóvar era un cortometraje.

Hace unos días se estrenó un nuevo cortometraje de Pedro Almodóvar en MUBI.

El formato implica dificultades similares a las que presentan las obras de teatro cortas. Innumerables veces me ha divertido imaginar una función exclusiva para Aliento (1969) de Beckett, estrenada el mismo año en que la Academia Sueca otorgó al autor el Premio Nobel de Literatura. Visualizo al público preparándose para asistir a la representación, transportándose, comprando sus boletos, tomando sus asientos, para ver una obra que dura, estrictamente, lo que un respiro prolongado. Los cortometrajes y las piezas dramáticas breves enfrentan costumbres de consumo cultural: los formatos más extendidos no necesariamente atienden a una duración “natural” de las creaciones. Los largometrajes y las novelas no son ajenos a dimensiones determinadas, o influenciadas, por los mercados culturales. Los cortos no son siempre ejercicio de libertad, a veces responden sólo a falta de dinero, más que a aspiración de contundencia.

La respuesta de exhibidores y gestores culturales deriva, por lo general, en presentar programas de piezas teatrales y cortometrajes que equivalen en tiempo a las acostumbradas creaciones de mayor duración. Esta práctica tiene el inconveniente de rebajar la atención a cada una de las obras. Sucede que los miembros del público —incluso genuinos cinéfilos— se confunden en cuanto a cuál es el principio y el fin de cada corto. En ocasiones, añadir indicadores entre ellos es más disruptivo que útil. El punto de partida parece un sentimiento de insuficiencia. ¡Ni los 21 minutos de Un perro andaluz (1929) —muestra magistral de imaginación y libertad— se proyectan aisladamente! Alrededor del mundo se acompaña Un perro andaluz con los 60 minutos de La edad de oro (1930); aunque se trate de Buñuel. El trato al formato breve, ¿debería ser diferente?

El dramaturgo Samuel Beckett escribió piezas de apenas minutos de duración.

La semana pasada, el viernes 20 de octubre, se estrenó Extraña forma de vida en MUBI. Este tipo de plataformas podrían ser espacio adecuado para la difusión de cortometrajes, tanto al facilitar su disponibilidad como por atender el escaso rango de concentración de mucha gente (sólo que en este último supuesto estamos en el área de complacer espectadores, más que en el de los desafíos estéticos). Aunque ayuden a su difusión y quizá favorezcan esa tarea que se ha vuelto lema burocrático —la “creación de públicos”— sería iluso confundir la asistencia a festivales, o funciones, de cortos con evidencia de consolidación para el formato. Las salas tienden a llenarse de involucrados en la producción, así como de sus amigos y familiares. En este país ha existido por 18 años un festival significativo de cortos: “Shorts México”. No deja de ser folclórico el uso del idioma, como también ocurre con “Black Canvas”. ¿Nombrar festivales en inglés en países de habla española será responsabilidad de personas que, simultáneamente, hablan de “decolonialidad” y en contra del imperialismo de Hollywood? Más importante que esto es el uso de retóricas como “la necesidad de crear un espacio de exhibición para el cortometraje”. Cuando se adoptan los lenguajes de las necesidades y los derechos se parte de premisas según las cuáles las cosas deberían ser de tal o cual manera, mayormente financiadas con subsidios gubernamentales. Así, los impuestos —incluyendo los de gente que nunca verá un corto en un cine— terminan destinados a generar algún ingreso a organizadores de festivales. Pero, aparte de ejercicio de entrenamiento, ¿en el entorno cinematográfico hacen falta los cortometrajes?

Con frecuencia los mismos directores consideran los cortos como apenas un paso para llegar a lo que realmente quieren. Forzar su exhibición puede semejarse a la ingenuidad de egresados de licenciatura que creen que sus tesis tendrían que ser leídas por alguien más que sus profesores. Cabe que sea razonable, pero sólo excepcionalmente. Hay incluso instructores de realización cinematográfica que recomiendan a sus estudiantes no desperdiciar esfuerzos en un corto y pasar directamente al largometraje, pues cualquier filmación significa padecimientos, se trate de cinco o 90 minutos finales. Lejos de caer en retóricas de necesidades, deberes y derechos en torno a las artes —que son automatismos, no pensamiento— cabe siempre cuestionarse la pertinencia de las prácticas culturales. ¿Hay especificidad estética, no sólo de inmediatez narrativa, que haga imprescindibles los cortometrajes?

El festival de cortometrajes de la Ciudad de Mëxico acumula casi 20 ediciones.

Las dificultades de exhibición de los cortos —así como los retos logísticos paralelos del teatro breve y las formas artísticas apegadas a la concisión— persistirán. Más que insistir en igualar experiencias habituales, es posible explorar maneras expandidas de consumir cultura que sean distintas a la lectura de novelas y la visita a salas para ver largometrajes. Esto requiere revalorar, cuestionándolo, el formato cortometraje —labor que también han de llevar a cabo sus practicantes— pues miles de cortos en YouTube dan cuenta de cómo estos materiales se pierden entre multitud de contenidos. Además de sacar ventaja de las plataformas audiovisuales, y de los acuerdos con ellas, harían falta también maneras de propiciar la atención y aprecio de los cortos. La crítica cinematográfica puede ser parte del proceso.

Es famosa la anécdota —cierta o falsa— de que Heidegger al principio de su carrera docente enseñaba el texto completo de La república durante todo un periodo académico; posteriormente pasaba el mismo tiempo reflexionando sólo a partir de la primera frase: “Ayer bajé al Pireo”. Hace unos meses, cuando una cineasta se refería a la falta de crítica sobre el formato, mencioné que yo sí escribía sobre cortometrajes. Sin embargo, me he dado cuenta de que lo hago sólo sobre filmes tan obvios como Extraña forma de vida, no sobre el común de los materiales del formato. La falta de crítica cinematográfica sobre cortometrajes puede deberse —entre otros motivos— al desprecio del formato o la incompetencia para abordarlo. Si uno toma en serio el ejercicio de ver, no hay cintas insuficientes para escribir crítica. Hay que trabajar siempre en seguir desarrollando capacidad de observación, sin darla por hecho. Tampoco hay que asumir las costumbres —por más asentadas que estén— ni la necesidad de formato alguno en el campo de las artes.

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