“¿Por qué, en un momento dado, la palabra puede ser sujetada con un anzuelo?” se lee en Isla partida (2021), la tercera novela de Daniela Tarazona. Una respuesta se encuentra en el mismo libro, al que el lunes 31 de octubre, el jurado —Daniel Centeno Maldonado, Andrea Jeftanovic y Sara Poot Herrera— escogió para el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. Tarazona lo recibirá en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2022. El reconocimiento se otorga, desde 1993, a una novela escrita en español, publicada el año anterior por alguna escritora de América Latina y el Caribe. Aunque este tipo de premio distingue a un libro, salvo excepciones, cualquier novela no dirigida a los círculos de mayor consumo, está lejos de ser una obra aislada y es cúmulo de vivencias —reales o imaginadas— y registro de compromiso con el lenguaje, como Isla partida.
El libro premiado sigue a las novelas El animal sobre la piedra (2008) y El beso de la liebre (2013) que, junto con varios ensayos, son los títulos publicados hasta ahora por Tarazona. Isla partida tiene un uso del español directo y contundente, nunca instrumental, pues no sirve a algún propósito ideológico del momento ni tiene como objetivo central contar una historia. Esta no es una novela atada a las expectativas que se tienen de la narrativa tradicional —que emerge como fenómeno de consumo popular en el siglo XIX, pero goza de cabal salud en el XXI, no sólo entre los libros más vendidos— sino que Tarazona ha integrado múltiples recursos novelísticos del siglo XX. Y, de hecho, las formas de narrar en Isla partida corresponden a una tradición central de la novelística que, aun sin ser la preferida del público más amplio, entrega imaginación liberada y trabajo con las formas como prioridad.
En Isla partida, las personalidades frecuentemente son inciertas y las clases sociales están desdibujadas pues mientras que en los relatos más convencionales —e intrascendentes— importa retratar verosímilmente la realidad, en Isla partida el criterio es diferente: gracias a eso la angustia del personaje es palpable. En esta novela se puede referir de manera explícita: “Estoy escribiendo acerca de la noche en que Lee Harvey Oswald cenó en una casa de la colonia Roma”, sin que el incidente construya trama. Por el contrario, a Oswald le crece una heliconia en la frente. Esta dimensión fantástica de la literatura de Tarazona —que también incluye fantasmas y presidentes que persiguen novelistas— se vuelve autorreferencial en Isla partida: “escribiste una novela en la que una mujer pone un huevo” (como ocurre en El animal sobre la piedra). Sin embargo, en un tiempo de falsas autobiografías y productos que sus autores califican como autoficciones, en Isla partida hay énfasis en la construcción de un mundo verbal, no en la diseminación del personaje público de la autora.
En Isla partida hay indagación, o creación, de una experiencia mental. Es imposible negar el mérito creativo de los narradores que se ocupan en desarrollar la psicología de un personaje —parte de la caja de herramientas tradicionales— pero, si se presume que tal aspecto agota la esfera de lo literario, cabe el escepticismo expresado en Isla partida: “El psicoanálisis es un modo pobre de ver la existencia”. Corresponda, o no, con alguna condición psiquiátrica —paranoia, esquizofrenia, bulimia— el lector puede verse convencido por una descripción que, contra el cliché de que los locos oyen voces, afirma: “Nunca ha habido voces, sólo pensamientos sumados de manera veloz, uno casi encima del otro”.
En ámbito cercano, la novela de Tarazona toca una práctica en expansión durante las últimas décadas: la ingesta de medicamentos psiquiátricos. El personaje de Isla partida habla de “la nueva sustancia” o de “la suavidad de un químico que te devora los pensamientos tormentosos”. Uno de los capítulos se llama “De cerca nadie es normal”, frase —también usada por Mosenson, Veloso y Villanueva Chang— que con acierto pone en duda los desajustes, pero desatiende los diversos grados, y calidades, de distancia del innegable promedio en que se conduce la gente. La autora presenta —o al menos eso anota— láminas de sus propios electroencefalogramas. Fuera de esta novela, los intereses estéticos de Tarazona no se limitan a la escritura. Como actriz se la ha visto en una breve intervención —como agente funeraria frente a José (Fernando Luján)— en Cinco días sin Nora (2009). La actuación coincide con un vislumbre presente en Isla partida: escapar de uno mismo como solución.
En Isla partida hay constante interrogación por el sentido y los significados. Cuando, al principio, el texto comienza a descoyuntarse, Tarazona desliza: “La mirada puesta sobre los árboles busca el sentido. Crees que es preciso dar con el sentido, es decir, crees que hay asuntos que significan”. La trayectoria del personaje —a pesar de las maneras en que comúnmente se representa la descomposición mental— no es la de la pérdida de sentido, sino del agotamiento de los significados: desde su degradación, “comprarán lo que tú signifiques. Y lo que hayan significado tus antepasados. Todo se puede comprar”, hasta “el deseo del intercambio productivo despoja de sentido a la palabra” y “que se extermine el sentido por completo. Ni el balbuceo puede ser una manera de decir”. En la novela también está la pregunta —y la preocupación— por lo que piensan los demás: “en muchas de esas ocasiones, eso no dicho —o referido en las palabras— por los otros implica algún juicio”. Pero, como corresponde a la complejidad de una experiencia, Tarazona no ofrece respuestas, sino que lleva los asuntos al plano de la metáfora: “En las voces de los demás se esconden ratas de campo”.
Isla partida es también —con todo y algunos lugares comunes— un ejercicio de imaginación sobre la escritura. Acerca de su origen: “no puedo decirte lo que pienso, en realidad, por eso escribo sobre el papel algo que se parezca a lo que quiero decirte”. Pasando por su legitimidad, “¿escribir sobre la muerte de tu madre y acerca de su condición no es ser una persona vil?”, y sus fronteras, “nadie sabe qué limites cruza cuando escribe”. Y llega a la cuestión de su finalidad, para dejar el asunto abierto: “hay escrituras que te hacen mejor persona y hay otras”, un enunciado intencionalmente incompleto. Incluso en lo que parece una conclusión la narradora afirma: “la escritura tampoco es verdadera”, consolidando la incertidumbre.
Aunque la disposición gráfica del texto lo sugiera, la novela de Tarazona no es una narración fragmentaria, al menos no en su efecto para un lector atento. En Isla partida, la autora escribió: “El horror es insoportable porque carece de boca”. Ese horror no depende de las alucinaciones de la protagonista, tiene que ver con la cotidianidad —que incluye cocacolas con limón y sal— la de personas que “trabajan, tienen buenos modales, no esperan nada del día excepto su transcurso”, situación que puede pasar desapercibida. Así, sin segmentación o elaboraciones artificiosas, tampoco hay pretensión de caos, que sería el recurso habitual tratándose de anomalía mental. Hasta en novelas de escribidores profesionales hay transiciones que tienen utilidad narrativa y poca calidad literaria, en cambio, en Isla partida pareciera que no las hay. Entre una complejidad apenas perceptible, hay un logro literario mayor: la unidad por medio del tono que se mantiene a través de la obra. Es un tono atento a la posibilidad de caer, que se parece a “la palabra sujetada por un anzuelo”.