sábado 18 mayo 2024

El pasecito a la red

por Fedro Carlos Guillén



Estaba yo el otro día en un café y observé fascinado a la gente a mi alrededor, pues nada tenía que ver con la imagen que mis ya decrépitos recuerdos evocaban de tales sitios. En mis tiempos acudía a estos sitios para charlar, tratar de iniciar un escarceo con algún miembro del sexo opuesto o resolver una cuita matrimonial; la gente se sentaba, pedía una taza que era rellenada el número de veces que a uno le diera la gana e iniciaba la conversación. A lo que me enfrenté hace días fue a una nube de jóvenes sentados frente a sus respectivas computadoras en línea y haciendo cosas tan interesantes como chatear o jugar solitario (que es una forma ligeramente imbécil de estar solo). Nadie platicaba, nadie alzaba la mirada y comprendí, como si me golpeara un rayo, que estas generaciones vienen bastante bien aspectadas en una especie de autismo cibernético que no me parece ni bueno ni malo, nomás digno de descripción pues marca el signo de los tiempos que vivimos y los que viviremos.

Datos del INEGI confirmaron mis sospechas. En la encuesta “Disponibilidad y uso de tecnologías de información y comunicación” realizada en 2005, los datos fueron elocuentes: casi todos los mexicanos tenemos televisión, la mitad un teléfono celular, la quinta parte una computadora y el 10% conexión a Internet. De los 16.5 millones de usuarios de la red un poco más de la mitad son jóvenes entre 12 y 24 años de edad. En todos los casos se trata de una tendencia a la alza que es sistemática e irreversible, faltan pocos años para que todos los mexicanos tengan acceso a una línea de red y el efecto social, me parece, ha sido advertido insuficientemente por los estudiosos de mirada profunda.

Por supuesto la pregunta interesante es ¿cuál es el uso que le dan estos jovenazos a una herramienta tecnológica tan poderosa? Las respuestas podrían ser venturosas; sin embargo, intuyo (siempre intuyo, nunca sé nada) que el asunto no da mucho margen para el optimismo. La juventud nacional usa masivamente el chat, una madre diseñada para que dos que no tienen nada que decirse dialoguen en línea y se cuenten cosas aburridísimas: “¿k hcs?” preguntan y entonces el otro contesta: “Nda ¿u?”. Por supuesto el diálogo anterior carece de destino y de sentido común pero debo admitir que es una forma más noble de perder el tiempo que jugando solitario. Otra opción muy socorrida es la de bajar música o videos. Mi segunda duda es si el procedimiento es legal, ya que tengo la vaga idea de que existe una cosa llamada “derechos de autor” pero no pienso gastar ni su tiempo ni el mío haciendo una investigación policial.

Otra alternativa para perder el tiempo en línea se llama YouTube, donde gente como usted y como yo puede descargar videos ad nauseaum. El que yo vi, debido a la iniciativa de mi vástago, se llama “Edgar se cae” y narra la saga de un niño regiomontano y gordo que atraviesa un vado haciendo malabares sobre un tronco. Dado el volumen de Edgar, que no es precisamente la Pavlova y que un joven llevado de la mala le mueve el tronco, Edgar cae cuan gordo es mentando madres y entre las risas de los espectadores. Cuando le pregunté al niño Frijol (sangre de mi sangre) si mucha gente veía eso me señaló una cifra que me dejó estupefacto: siete millones 457 mil, y contando, son las personas que han descargado el video. Francamente y por expresarlo castizamente, un chingo o casi toda la población del Distrito Federal.

Dios me libre de sonar como un anciano que no entiende las formas juveniles (efectivamente, no las entiendo), creo que cada época tiene sus ires y venires, por lo que estaré atento al día en que salga en estado de ebriedad bailando la Jota en la boda de mi prima, gracias a los buenos oficios de YouTube.

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