Desde hace unos días, India es el país más poblado del mundo. Más gente tiene el —o los— fenotipos indios que cualquier conjunto de rasgos humanos. Hace falta acercarnos a la industria cinematográfica de esa nación, conocida como Bollywood —a imitación de la hegemónica Hollywood— pero que tiene su estilo particular, nutrido por la milenaria civilización india. Por eso, hay que celebrar la inclusión de La última función de cine (2021), quinto largometraje de ficción del director Pan Nalin (1965), en la actual Muestra Internacional de la Cineteca Nacional (en la Ciudad de México), que esta primavera de 2023, se proyecta del 30 de marzo al 16 de abril. Sólo que, en este párrafo, ironizo a partir de lugares comunes de la inclusión, con apenas una pizca de mi mirada.
La última función de cine, además de recordar en su trama y sentimentalismo a Cinema Paradiso (1988), a un espectador mexicano también puede recordarle a Como agua para chocolate (1992) por su énfasis folclórico en la preparación, supuesta exquisitez e incluso magia de platillos tradicionales, preparados —por supuesto— por una amorosa mujer; en el caso de la película india, la madre del niño que protagoniza la cinta. El folclor divide de múltiples maneras: hay quienes lo adoran y —hasta quienes no lo hacen— lo convierten en seña de identidad; mientras que, en otro extremo, hay quienes lo aborrecen, según su perspectiva, como marca infamante de lo que una comunidad es o debiera dejar de ser. Unos y otros, orgullosos o avergonzados, caen en la trampa del reduccionismo identitario promovido por ciertos manipuladores —apostados en instituciones gubernamentales y privadas— quienes buscan hacer pasar simplezas como una tortilla, o un chapati, por representativas de lo que las personas serían —aunque se repitan en diversos países— y, peor aún, otorgando lugares y funciones a cada individuo.
El filme de Nalin sucede en 2010, momento de transición de las proyecciones analógicas a las digitales, transformación que dejó atrás prácticas de más de un siglo de antigüedad y —más importante— que desplazó a muchos trabajadores. La historia transcurre en una aislada comunidad: llegar a la escuela implica tomar un tren. Ahí, el profesor condensa los dilemas de la modernización: recomienda al infante protagonista huir de ese pueblo, romper con sus raíces, para realizar sus sueños; mientras los demás están en chanclas, el maestro calza tenis. No hablar inglés significa ser prescindible, como ocurre al amigo proyeccionista del niño, cuando se instala un elemental dispositivo digital. Los pesados proyectores y los kilómetros de celuloide son destruidos y reciclados como cubiertos metálicos y pulseras plásticas de brillantes colores, mercancías hechas de la materia de los sueños. Sólo que, en este párrafo, ironizo a partir de lugares comunes vinculados a importantes temas sociales, con apenas una pizca de mi mirada.
Un cineasta, o un artista, no tiene por qué ser un pensador social o político, ni siquiera cuando —con frecuencia— tratan de pasar por tales. En realidad, como en otras dimensiones —psicológica y filosófica, por ejemplo— les es dado y de hecho se mueven en severas simplificaciones. El lugar de prueba de los creadores está en su medio específico: qué hacen con un lenguaje que ha pasado por múltiples experiencias antes de llegar a ellos. No es cuestión de erudición —aunque conviene la familiaridad con la tradición y lo contemporáneo— sino de imaginación y capacidad con los recursos de cada arte. Así, en La última función de cine el director coloca, al principio, una dedicatoria por escrito a célebres colegas y, hacia el final, su propia voz enumera directores que admira. Pero el desempeño audiovisual de la película de Nalin ni alcanza, ni mucho menos avanza en caminos abiertos por cineastas secundarios —pero magnificados— como el hábil Kubrick o el charlatán Godard, a quienes menciona.
La última función de cine no es Bollywood, sino un esfuerzo de autoficción en que el cineasta retrata —en donde los hechos realmente ocurrieron— los sucesos que lo llevaron a convertirse primero en documentalista televisivo y posteriormente en director de cortos y largometrajes de ficción. De cualquier manera, el carácter pintoresco y musical de buena parte del cine indio se asoma —aquí y allá— en el filme de Nalin. No podría ser de otra forma: la película es encarnación de las múltiples vías del cine, arte al que no hay que pedir aquello a lo que, globalmente, estamos acostumbrados a disfrutar. O adormecidos para suponer que gozamos. El placer es plural. Sólo que, en este párrafo, ironizo a partir de lugares comunes del relativismo, con apenas una pizca de mi mirada.
La cuestión es que sí hay un problema con basar el cine en el folclor —esta película no es la excepción entre las de Nalin— y el sentimentalismo de la relación padre e hijo. Ambos ingredientes orientan más hacia lo ideológico que lo estético, por eso una cinta como La última función de cine conmueve y atrae tanto a “críticos” como a gente que visita salas de proyección para divertirse. El padre del protagonista pertenece a una casta elevada, por lo que su pobreza es paradójica y señalada socialmente. Asimismo, el hombre considera al cine como contrario a la supuesta dignidad de su casta. Así cómo es deseable criticar el sistema de castas, no ha de darse por hecho que el cine sería, por excelencia, europeo o específicamente francés, como creía Bertolucci. En una ocasión una estudiante a punto de graduarse —de “comunicación”— me expresó su interés por el “cine de arte” y me compartió que pensaba en filmes como Amélie (2001). No hay una forma única de hacer cine como arte, pero ni la condescendencia ni la ignorancia son cimientos aconsejables para incluir en tal categoría la infinita variedad de las ocurrencias audiovisuales.
La última función de cine es un relato de aprendizaje que revela la construcción del amor y el inicio de una vida en el cine. Se une al género de cintas como Cinema Paradiso, Fue la mano de Dios (2021) y Los Fabelman (2022). Sólo que, en este breve párrafo, ironizo a partir de lugares comunes que sobredimensionan el argumento de una película, con apenas una pizca de mi mirada.
Quizá los mejores atisbos de la película estén en los juegos —muy serios— con que los niños tratan de replicar la ilusión de las imágenes en movimiento. Según el director, en la India hoy, en general, el cine no es apreciado como arte, con lo que postula sus propias obras como una de las excepciones. Va más allá: declara su desprecio por las “películas populares” y las “palomitas”. No es difícil predecir que Nalin persistirá en la producción de cintas estilizadas y narrativamente atractivas, que mantendrán entretenidos a públicos alrededor del mundo. Entre los complacidos habrá incluso personas que se crean cosmopolitas y antirracistas, ante productos hechos para vender color local internacionalmente. El sitio que La última función de cine genera para sí misma es el del lugar común; su director expresa: “Como narrador, quiero compartir sentimientos de esperanza y de aire fresco. Quiero celebrar la belleza de nuestro planeta y mostrar cuánto más sencilla solía ser nuestra vida”. La versión del cine de Pan Nalin —como sueños e historias— es una de las posibilidades menos sustanciales de la creación audiovisual.